Hannibal Lecter había guardado la
lengua de aquel hombre en el frigorífico. Envuelta en papel de plata el hermoso
molusco diseccionado estaba esperando el cuchillo y el diente del caníbal para
pertenecer a la esfera de lo monstruoso. El frío del refrigerador le daba
pequeños y punzantes pellizcos a su mineral persona. Por su parte Hannibal
Lecter, tras guardar la lengua del asesinado, se decidió por dar una vuelta en
las festivas calles sevillanas. Vestido de manera informal, no sería de
extrañar que fuera la primera o la segunda vez que llevara vaqueros en toda su
vida, salió de su casa sevillana. La fuente del patio en lo obscuro rimaba una
melodía de seducción a un limonero. Un rayo de sol, que dando curvas y
semirrectas, podía atravesar el cuadrado del tejado, lo ponía en algunas ramas
dorado y violentamente amarillo. Hannibal andando observaba las calles y las
tascas intentando dos cosas: no parecer un turista y pasar totalmente
desapercibido. Sevilla ardiendo en junio por su parte deseaba comprometer a
cualquiera en un ataque de calor y llevarlo directamente a los servicios de
urgencia del hospital. El asesino, después de caminar un trecho, comprobó el
silencio aplastante de la Plaza de la Fuente del Pato, se sacó un pañuelo del
bolsillo y se secó el sudor, le costó bastante esfuerzo realizar la operación, manco
como estaba después de la orgía de cerebros fagocitados que había lucido con su
amada Clarise. La Plaza, la Pila del Pato la llamaban, correspondía con la
sombra de un magnifico ombú a los ciudadanos que se le acercaban, y la fuente, de
la que un chorro de agua salía del pico de un pato de bronce, administraba una
suave y fresca caricia en el día más soleado de Junio. El psicópata admiró la extática
y fugitiva belleza del contorno y deploró inmediatamente el estado ruinoso de
los edificios, parecían caerse a momentos, derrumbarse sobre la calle y
aplastar en su ruina a las personas. Pasó un niño. Vestido con la equipación
del Real Betis Balompié, lanzó una patada a su balón de reglamento y casi
obsequia al loco con un beso de goma lascivo, luego pasó otro niño, vestido de
sevillista, ignoró al demente y llamó a su amigo con la voz que todos los niños
tienen cuando son niños. Hannibal Lecter continuó su paseo, el sudor le mojaba
las nalgas y la espalda, se la empapaba con animadversión, ya se veía a si
mismo el psicópata por la tarde dándose aceite de oliva en la piel irritada de
los muslos. En la calle varias niñas jugaban a Rayuela. Llegó por fin a una
taberna. El local olía a vino de garrafa y a carne cocinada, pidió una tapa y
un vaso de Jerez, le dieron una tapa de carne encebollada, lengua realmente, y
el aristócrata del crimen la saboreó con inmenso placer. Salió satisfecho del
local, le había gustado su ración de carne y los hermosos azulejos árabes de la
tasca, fresca y villana, popular. Regresó a su casa. Puso música clásica en el
tocadiscos, por la calle unos niños con un pequeño paso, una cruz de mayo, desfilaban
con su minimísima cofradía y un diminuto Jesusito de plástico en un lecho de
claveles reventones. Se encargó de descuartizar un cadáver que había dejado
tendido sobre una alfombra, la sangre lo había empapado todo dejándolo horriblemente
sucio, y ahora había que tirar por la borda una fabulosa alfombra oriental
hecha en Irán. El esquizoide se lamentó un segundo por la perdida de un objeto
tan valioso. Hacer desaparecer el crimen lo empurpuraba de restos. Tendría
después que lavarlo todo con meticulosidad. Tanto trabajo para saborear una
lengua que ya había comido. Se cabreaba, se enfurecía consigo mismo.
Junio 6, 2006
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