martes, 23 de diciembre de 2014

La Alfombra manchada.

Hannibal Lecter había guardado la lengua de aquel hombre en el frigorífico. Envuelta en papel de plata el hermoso molusco diseccionado estaba esperando el cuchillo y el diente del caníbal para pertenecer a la esfera de lo monstruoso. El frío del refrigerador le daba pequeños y punzantes pellizcos a su mineral persona. Por su parte Hannibal Lecter, tras guardar la lengua del asesinado, se decidió por dar una vuelta en las festivas calles sevillanas. Vestido de manera informal, no sería de extrañar que fuera la primera o la segunda vez que llevara vaqueros en toda su vida, salió de su casa sevillana. La fuente del patio en lo obscuro rimaba una melodía de seducción a un limonero. Un rayo de sol, que dando curvas y semirrectas, podía atravesar el cuadrado del tejado, lo ponía en algunas ramas dorado y violentamente amarillo. Hannibal andando observaba las calles y las tascas intentando dos cosas: no parecer un turista y pasar totalmente desapercibido. Sevilla ardiendo en junio por su parte deseaba comprometer a cualquiera en un ataque de calor y llevarlo directamente a los servicios de urgencia del hospital. El asesino, después de caminar un trecho, comprobó el silencio aplastante de la Plaza de la Fuente del Pato, se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor, le costó bastante esfuerzo realizar la operación, manco como estaba después de la orgía de cerebros fagocitados que había lucido con su amada Clarise. La Plaza, la Pila del Pato la llamaban, correspondía con la sombra de un magnifico ombú a los ciudadanos que se le acercaban, y la fuente, de la que un chorro de agua salía del pico de un pato de bronce, administraba una suave y fresca caricia en el día más soleado de Junio. El psicópata admiró la extática y fugitiva belleza del contorno y deploró inmediatamente el estado ruinoso de los edificios, parecían caerse a momentos, derrumbarse sobre la calle y aplastar en su ruina a las personas. Pasó un niño. Vestido con la equipación del Real Betis Balompié, lanzó una patada a su balón de reglamento y casi obsequia al loco con un beso de goma lascivo, luego pasó otro niño, vestido de sevillista, ignoró al demente y llamó a su amigo con la voz que todos los niños tienen cuando son niños. Hannibal Lecter continuó su paseo, el sudor le mojaba las nalgas y la espalda, se la empapaba con animadversión, ya se veía a si mismo el psicópata por la tarde dándose aceite de oliva en la piel irritada de los muslos. En la calle varias niñas jugaban a Rayuela. Llegó por fin a una taberna. El local olía a vino de garrafa y a carne cocinada, pidió una tapa y un vaso de Jerez, le dieron una tapa de carne encebollada, lengua realmente, y el aristócrata del crimen la saboreó con inmenso placer. Salió satisfecho del local, le había gustado su ración de carne y los hermosos azulejos árabes de la tasca, fresca y villana, popular. Regresó a su casa. Puso música clásica en el tocadiscos, por la calle unos niños con un pequeño paso, una cruz de mayo, desfilaban con su minimísima cofradía y un diminuto Jesusito de plástico en un lecho de claveles reventones. Se encargó de descuartizar un cadáver que había dejado tendido sobre una alfombra, la sangre lo había empapado todo dejándolo horriblemente sucio, y ahora había que tirar por la borda una fabulosa alfombra oriental hecha en Irán. El esquizoide se lamentó un segundo por la perdida de un objeto tan valioso. Hacer desaparecer el crimen lo empurpuraba de restos. Tendría después que lavarlo todo con meticulosidad. Tanto trabajo para saborear una lengua que ya había comido. Se cabreaba, se enfurecía consigo mismo.

Junio 6, 2006


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