Juan, José, Francisco, Paula y
Andrea, huyen. Huyen, huyen, huyen, porque el temor y el espanto, hombre de
cara desfigurada y monstruosa, con apetencias vampíricas y sexuales, les acosa
y les quiere hacer un adorno en los cuerpos, un adorno de agujero sangrante, de
dos agujeros sangrantes, orificios de entrada y salida de munición, o porque
quizás les quiere hacer algún otro adorno en los vestidos corporales mucho más
extraordinario. Así que los cinco ángeles de deliciosas curvas y rectas, los
debilísimos Apolos y Afroditas subyugantes, en la huida de la infernal Málaga
dan con la espantosa y aún mucho peor Malagón tremebunda, como un salir de la
sartén para dar con las llamas. Y entran. Entran dentro del caracol. Ellos no
saben que el caracol siempre está hambriento, que su boca obscura, rotunda y
amplia cual una satánica catedral, siempre tiene el hambre de los ogros y los
orcos, que esa hambre, reliquia de una antigua matanza de ángeles, les espera,
feroz e irascible, arquetípica, atroz, innumerable y definitiva. Y la enorme
boa constrictor del caracol los traga con la promesa de la escapada. Entran en
el demoníaco Nautilus cuyos escalones de piedra les prometen una salvación por
un instante, pero a medida que descienden la certeza del hueco se agranda y el
espíritu de lucha se va haciendo cada vez más pequeño hasta quedar anulado. Y
las cinco almas en pena se condenan a un descenso infernal lleno de peligros.
Innumerables son las cucarachas, cuyas patas eléctricas si alguien ha tenido la
oportunidad de saborearlas sobre la piel arañan como la lija y dan un asco
espantoso. Y cientos, miles, millones de cucarachas hay en el molusco de
profunda boca devorante. Paula resbala por la humedad y está a punto de
despeñarse, Francisco la agarra de los cabellos, de los brazos, y ella, en un
ataque de puro pánico, se niega a seguir luchando contra el intestino o la
infernal boca de la escalera de caracol, granito y ónice desesperado y obscuro,
obeso glotón en ataque de gula o tubo de aspiradora de irascible y tumultuoso
deseo de succión. Engullidos van bajando por el lateral de la escalera, y están
enteramente cubiertos por los más repugnantes insectos dados por la creación.
El asco y el espanto son como dos atlantes que se baten y se animan para
atormentar a los cinco chavales que, condenados, han de descender ese pozo de
Belcebú para sobrevivir. El miedo estrangula las fuerzas, y tienen que
descansar en los salientes del abismo, en sus cocodrílicos y afilados dientes,
teñidos de negros por la suciedad y las cucarachas que esta vez se deslizan por
sus caras y a las que deciden comerse. Van como torturados en el espanto de la
danza en el alambre, aguantándose los vómitos que llegan, las arcadas de la
bilis, y el terror a la demencial caída. Ni el compañerismo puede suavizar la
estructura satánica de la máquina por la que descienden hacia la incierta
salvación.
Julio 3, 2006
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