El Descenso.
Nonasexagésimaversión.
Mientras ascendemos buscando la
salida a esta bestia que nos ha tragado. Mientras ascendemos, el miedo a
tropezar y caer tiene la punta de sus dientes afilada como una cuchilla y baila
una danza tenebrosa con nosotros de primeras figuras. Nos agarramos a cada
resquicio de pared con la desesperación del que arranca malas hierbas de raíz.
Cada grieta en el infernal intestino es un punto de apoyo, un bálsamo en la
herida, en la amplia y espectral herida de una escalera de caracol producto
logarítmico de una enfermiza mente macabra. Ascendemos buscando la salida, la
luz a la tremenda obscuridad reinante. Cada paso a dar violenta de una forma
brutal nuestra fortaleza física porque el miedo nos atenaza los músculos y nos
hace temblar tal si fuéramos gelatina. Cada peldaño del logaritmo es la uña de
un dragón de escamas erizadas, de puntiagudos colmillos, cada peldaño es la
forma infinita en la que Satán ha escrito nuestro secular castigo. Y
ascendemos. El miedo se posa en nosotros con la facilidad del mosquito en la
oreja en la noche eterna del verano, de manera inevitable. No podemos ahuyentar
esa mosca inmisericorde porque todo nuestro ser está pendiente de la caída,
agarrado a cada resquicio, a cada grieta o curva o desliz. No podemos respirar
o hiperventilamos, nuestra propia belleza es el peso monstruoso de la escala,
si fuéramos ángeles tendríamos alas, si demonios, como ellos, la capacidad de
reptar por la pared. El ancho del tubo es criminal, lo estrecho del camino,
despiadado, y el enano deforme que lo ha construido, perverso y grotesco,
demoníaco. Vamos avanzando poco a poco, a pesar de que los demonios suben y
agarran a uno o despeñan entre risas aceitosas a otros, sobrevivimos, a duras
penas. Arriba está la salvación, abajo, el nido donde ellos se deleitan. Un
repecho, un repecho en la escalera puede hacernos descansar, hacer que
recuperemos fuerzas en este infierno. Seguimos hacia arriba, de pronto nos
damos cuenta, un demonio está dormido y nos impide el paso colocado exactamente
en la vía de paso. Duerme. Duerme, y tenemos que sortearlo sin despertarlo o
uno de nosotros morirá. El miedo galopa por el terreno de la espectacular
serpiente, y el Nautilus, lleno de tentáculos, espera a que un solo segundo de
duda le sirva para ejecutar su orden de eliminación. Cada uno de nosotros pasa
la frontera, el sudor, chorreamos sudor como en una bacanal, deja el rastro
indeleble de nuestro miedo en la pared. Somos unos espectaculares pintores
atrapados en la vidriera de la más terrorífica y demencial catedral edificada.
El demonio, de color rojo, verde, azul, amarillo, duerme cual una flor al borde del abismo, una flor
pútrida y horrible a la que solo la separa de su hambre el velo del sueño.
Nosotros tenemos que sortear ese peligro. Pero no podemos hacer nada, desde
abajo, un demonio, ascendiendo, agarra el tobillo de uno de nosotros y se lo
lleva hacia abajo, entre risas que son débiles cascabeleos de serpientes, roces
de hierbajos, y el otro, el demonio que dormía, se despierta y nos ataca
rabioso, ejecutando a un compañero que se despeña rebotando entre los
escalones. Solo nos queda el pavoroso esófago por el que ascender y ni una sola
gota de fe hay en nuestro inexistente arsenal, salvo la esperanza, y el miedo.
Porque el mismo miedo nos está dando alas para la supervivencia. Hacia arriba,
no mirar hacia el terror, mas sin saber cuánto durará nuestro calvario, y el
vientre de la bestia, succionando, pidiendo cuerpos. Inagotable.
Agosto 10, 2006
No hay comentarios:
Publicar un comentario