Fui succionado por un argentino.
El parque en Junio ardía de manera verde. Hacia arriba los árboles, atlantes
inmóviles, se empeñaban en ocultar el cielo, tapizando cada trozo en una
especie de mosaico de oro. El sol se enfurecía en los filos de las hojas dando
dorados zarpazos de diamantes, y en la fuente, la voluptuosidad de un rayo de
sol bailaba un frenesí de estrellas, multiplicando en la sombra el espejismo,
un espejismo levemente marino, ondulado, serpentiforme, y amarillo. Cantaban
pájaros sus proclamas de masculinidad o sus gritos de socorro, llamaban los
eternos pichones a sus madres, desesperados, reiterativos, acuciantes,
promiscuos, sádicos, insomnes. Por entre la hojarasca se veían pavos reales en
éxtasis, sus miles de ojos parecían esmeraldas iracundas, enojadas. El pavo
real mostraba la majestad de la belleza, archiduque gallináceo, zar de las
aves. El imperio de los verdes ojos se ocultaba en las ramas de los jazmineros,
nevados y puros, que exhalaban su lujuria de perfume a lo alto, como una
plegaria de extraños inciensos. Aquí una palmera solitaria dejaba caer su néctar
en dosis, despreciativa de sus semillas, abortándolas casi, generosa y
abundante, multípara. Corría por ese otro lado una mugrienta rata sarnosa. Aquí
picaba un mirlo, de un negro espeso y rotundo, repetitivo de su pico naranja,
se oían los siseos al darle la vuelta a las hojas secas, buscando largas
lombrices asquerosas. En la explanada de los juegos los cacharros aguantaban un
sol hiriente, naranjas, rojos, y azules. Los toboganes enseñaban su esqueleto
de hierro, voraces de niños, necesitados de chavales, implorantes de infancia,
como pederastas minerales, o extraños dinosaurios sin hormigas. Pasaba un
turista deslumbrado, en pantalón corto, con la máquina fotográfica, el típico
japonés estremecido. La fuente manaba gotas de oro líquido, rabiosa de
juventud. Beber aquella agua era arriesgarse a un leve herpes, no beberla era
una blasfemia. Pedía desde el fondo del suelo una boca, unos labios, para
entrar en ellos y saciar la demoníaca sed. El calor deba coses de mulo, era
violenta como un escorpión, alacránica y demente. El pavo real pasaba,
majestuoso y silente, como un asesinato de las bellas artes. Su silueta era la
de un extraño navío en un mar jamás descrito. Una incógnita, una pregunta al
aire. Un jeroglífico egipcio de neoclásica respuesta. Andalucía en la sombra, o
lo Hindú en el centro de Nueva York. En la chapa del tobogán el calor se había
puesto de oxidado tumultuoso, buscaba un cuerpo al que acariciar con un suave
dolor. Había unos promontorios de colores, para saltar de uno en uno, como islas
en un mar de albero. Silencio absoluto. Sólo una cigarra y los pájaros,
enfurecidos, pesados, suplicantes, infelices, hermosos. Pasábamos los sátiros
por entre las enredaderas. Antiguos ciervos y lobos libres, esclavos de nuestro
deseo. Reprimidos saliendo por la grieta, saliendo por la válvula de escape.
Nuestras braguetas temblaban. Duras las vergas, dentro del pantalón aprisionadas.
Bailábamos los sátiros siguiéndonos los unos a los otros. Miedo y valor.
Excitación al borde de un seto. Mucha excitación, una excitación infinita. De
imposible descripción. Miedo, valor. Pecado, sodomía, naturaleza. En el suelo,
sucio, restos de antiguas camaraderías, condones usados y cajetillas vacías de
tabaco. Hojarasca. Los eternos mirlos. Danza de Lesbos, danza de Kavafis. Fue
la tarde de Santiago, y casi por compromiso. Luego, la eyaculación abundante,
el placer, y la huida.
Junio 29, 2007
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