Brillan, perlas de luz que se
deslizan sobre la curvatura de las lámparas de araña, gota a gota, como
lagrimones de vidrio exquisito, descoyuntando el iris, retorciendo el prisma de
lo cristalino, espejismos sublimes, fulguraciones y transparencias,
translúcidas o no translúcidas, acuáticas o no acuáticas, fosforescentes y
fluorescentes, sangre de luna o savia deslumbrante del sol, licor áureo, humor
argénteo, nácar derretido, carey morboso, topacio fundido, ámbar, esmeralda,
rón de caña, o azules fúlgidos, o amarillos iridiscentes. La tienda de lámparas
estaba allí, como una rosa de rosas lumínicas, como una rosa de pétalos de
rosas de pétalos de rosas de pétalos de rosas de oro. Cada lámpara era una
construcción sublime, la tienda era un diamante indómito, un rayo en la
profunda noche, un brillante resplandeciente, una caja de luz en la que la luz
apresada engendraba a su vez más y más luz, hasta lo onírico. La tienda era un
palacio barroco, un templo rococó, una mezquita deliciosa, y las lámparas eran
arabescos soberbios de fúlgidos resplandores, rabiaban las pupilas deslumbradas
por las fulguraciones indescriptibles, los ojos lloraban deslumbrados, las
transparencias eran acuáticas, como reflejos de agua y sol de verano en una
pared, o eran los ámbares tan deliciosos como la miel, o relumbraban como
arañas fantasmagóricas de un cielo de tarántulas de luz insepulta. Aquello era
un rabioso amanecer fecundo, un atardecer criminal lleno de oro, una noche en
el palacio del rey de Siam, la corona del zar de Rusia, el sol en el oriente,
en el mediodía o en el atardecer, la luna de nieve fulgurante, la montaña
nevada al mediodía, el rayo, una gardenia de cristales de infinitos
resplandores. Cada lámpara era de una exquisitez morbosa, unas tenían cinco
brazos de oro, otras una esfera de luz irremediable, otras una elipse de santo fulgor,
otras un punzante puñal en los ojos, los neones eran soberbios, los rosas y los
azules escocían como arañazos de uñas de gato, daban bofetones los verdes
rabiosos, los rojos irritaban, los amarillos hervían, asesinaban los azules.
Las lámparas circulares tenían varias esferas de cuchillos de oro, eran
diamantes sin eclipse posible, espejismos en el desierto, con la sed haciendo
daño en la garganta, las lámparas cuadradas hacían la delicia del amante al
arte abstracto, las de art decó eran soberbias obras de algún Gaudí
esquizofrénico. Las Lámparas contemporáneas se preparaban para su función en la
restauración, algunas se preparaban para dar magnificencia a la mansión de un
rico, otras se preparaban para el cuarto de estudio de los niños de un obrero,
y otras se preparaban para el laboratorio de un científico, con un millón de
candelas de potencia por centímetro, dejaba ciego tanta luz. Pero la tienda
tenía también un cuarto oscuro, un cuarto donde no entraba ninguna luz, y allí
brillaban las pulseras fluorescentes rosas y verdes, los collares de
fosforescencias rojas y azules, como en una fantasmagoría, porque el dueño
quería que se viera el contraste entre la luz y la sombra, la enormidad
delincuente del claroscuro, lo hermoso de la luz en la oscuridad más
empalagosa. Cuando se entraba en el cuarto oscuro, tras un segundo de luz
aparecían las formas circulares de las pulseras de los neones fluorescentes
rosas y verdes y azules en la oscuridad, y al salir del cuarto oscuro y volver
a la luz uno se quedaba deslumbrado y ciego nuevamente por tanta Apocalipsis de
iridiscencias tántricas. El dueño de aquel cielo era extremadamente cuidadoso y
no dejaba que ninguna bombilla se fundiera. Pero el negocio, con la crisis
inmobiliaria, no levantaba vuelo. Un día vino al local un rico y compró una
lámpara carísima. Otro día visitó el local la muerte y se quedó estremecida. En
la alambrada, presos, cantaban los ruiseñores ciegos.
Junio 7, 2007
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