Nico encontró aquella canica en
el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera
dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que
parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y
buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en
su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía
precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo
la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de
golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo
como un espejo de plata y oro, se quedó ciego por un momento hasta que se
habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Sacó la
bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía
como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se
puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e
intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la
oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte
veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el
bolsillo y decidió regresar a casa. El arroyo describía un camino serpentiforme
cuajadito de esmeraldas, Nico sacó otra vez de su bolsillo aquella esfera y las
esmeraldas se trocaron en piedras lunares adquiriendo el furiosillo el aspecto
de la cara oculta de la luna, brillando sus aguas como de plata y nácar, pues
el sol, convertido en luna por la mágica esfera ponía el toque de claroscuro a
la escena de una manera fantasmagórica y perlada. El muchacho alucinaba con su
hallazgo, si miraba al sol a través de aquel objeto veía la sustancia primitiva
de las estrellas, el centro de las estrellas blancas. Al andar el muchacho
ensombrecía los amarillos trigales por los que iba pasando y los pájaros
dejaban de trinar asustados, como si se hiciera de noche de pronto. El muchacho
estaba deslumbrado, guardaba la extraña perla y todo volvía resplandecer con
violencia inusitada, la sacaba de su pantalón y se hacía de noche rotunda, con
sabor a ginebra y navajas. Y así que andando se encontró con Lito, su amigo,
sobresaltado por la repentina noche inexplicable. Lito llevaba higos chumbos
pelados en una bolsa de plástico y se los ofreció a Nico a cambio de su secreto.
Se pusieron ambos sobre el tronco de un olivo quemado rodeados de trigales de
ámbar. Y empezaron a comer de los higos chumbos, verdes y pardos, que Lito
traía. Si alguien observara la escena podía ver que aquello se encendía y se
apagaba como el faro sobre el mar, de pronto, el dorado rubicundo, seguidamente
la noche cerrada con sabor a aguardientes. No se si fue a Lito o a Nico a quien
se le ocurrió encender fuego negro con el antidiamante. Lo aproximaron a una
zarza seca como si fuera una lupa y concentraron toda la sombra sobre la
hojarasca, aquello empezó a arder cuando lo ígneo sobrepasó lo dimensionable.
Una llamarada negra salió de la zarza y prendió en los rastrojos cercanos
mientras los dos muchachos hacían noche de ojos de mulo sobre el campo.
Curiosamente algún grillo loco empezó a cantar, un timbre de puñalitos de azúcar
con limonada. Como la canica estaba al aire y producía una cerrada noche lunar
las llamas negras que daba la zarza sobre el tronco del olivo parecían menores,
pero cuando Nico se guardó la esferita en el bolsillo de nuevo se pudo apreciar
el fuego oscuro que habían provocado, un fuego negro como las panteras, con
toques de carmesí furioso, al lado de los trigos ambarinos.
Agosto 9, 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario