sábado, 28 de marzo de 2015

El Antidiamante. (Prolongado).

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, volvió a quedarse ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Volvió a sacar la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa. El arroyo describía un camino serpentiforme cuajadito de esmeraldas, Nico sacó otra vez de su bolsillo aquella esfera y las esmeraldas se trocaron en piedras lunares adquiriendo el furiosillo el aspecto de la cara oculta de la luna, brillando sus aguas como de plata y nácar, pues el sol, convertido en luna por la mágica esfera ponía el toque de claroscuro a la escena de una manera fantasmagórica y perlada. El muchacho alucinaba con su hallazgo, si miraba al sol a través de aquel objeto veía la sustancia primitiva de las estrellas, el centro de las estrellas blancas. Al andar el muchacho ensombrecía los amarillos trigales por los que iba pasando y los pájaros dejaban de trinar asustados, como si se hiciera de noche de pronto. El muchacho estaba deslumbrado, guardaba la extraña perla y todo volvía resplandecer con violencia inusitada, la sacaba de su pantalón y se hacía de noche rotunda, con sabor a ginebra y navajas. Y así que andando se encontró con Lito, su amigo, sobresaltado por la repentina noche inexplicable. Lito llevaba higos chumbos pelados en una bolsa de plástico y se los ofreció a Nico a cambio de su secreto. Se pusieron ambos sobre el tronco de un olivo quemado rodeados de trigales de ámbar. Y empezaron a comer de los higos chumbos, verdes y pardos, que Lito traía. Si alguien observara la escena podía ver que aquello se encendía y se apagaba como el faro sobre el mar, de pronto, el dorado rubicundo, seguidamente la noche cerrada con sabor a aguardientes. No se si fue a Lito o a Nico a quien se le ocurrió encender fuego negro con el antidiamante. Lo aproximaron a una zarza seca como si fuera una lupa y concentraron toda la sombra sobre la hojarasca seca, aquello empezó a arder cuando lo ígneo sobrepasó lo dimensionable. Una llamarada negra salió de la zarza seca y prendió en los rastrojos cercanos mientras los dos muchachos hacían noche de ojos de mulo sobre el campo. Curiosamente algún grillo loco empezó a cantar, un timbre de puñalitos de azúcar con limonada. Como la canica estaba al aire y producía una cerrada noche lunar las llamas negras que daba la zarza seca sobre el tronco del olivo parecían menores, pero cuando Nico se guardó la esferita en el bolsillo de nuevo se pudo apreciar el fuego oscuro que habían provocado, un fuego negro como las panteras, con toques de carmesí furioso, al lado de los trigos ambarinos.

Agosto 9, 2007


El Antidiamante.

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, se quedó ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Sacó la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa. El arroyo describía un camino serpentiforme cuajadito de esmeraldas, Nico sacó otra vez de su bolsillo aquella esfera y las esmeraldas se trocaron en piedras lunares adquiriendo el furiosillo el aspecto de la cara oculta de la luna, brillando sus aguas como de plata y nácar, pues el sol, convertido en luna por la mágica esfera ponía el toque de claroscuro a la escena de una manera fantasmagórica y perlada. El muchacho alucinaba con su hallazgo, si miraba al sol a través de aquel objeto veía la sustancia primitiva de las estrellas, el centro de las estrellas blancas. Al andar el muchacho ensombrecía los amarillos trigales por los que iba pasando y los pájaros dejaban de trinar asustados, como si se hiciera de noche de pronto. El muchacho estaba deslumbrado, guardaba la extraña perla y todo volvía resplandecer con violencia inusitada, la sacaba de su pantalón y se hacía de noche rotunda, con sabor a ginebra y navajas. Y así que andando se encontró con Lito, su amigo, sobresaltado por la repentina noche inexplicable. Lito llevaba higos chumbos pelados en una bolsa de plástico y se los ofreció a Nico a cambio de su secreto. Se pusieron ambos sobre el tronco de un olivo quemado rodeados de trigales de ámbar. Y empezaron a comer de los higos chumbos, verdes y pardos, que Lito traía. Si alguien observara la escena podía ver que aquello se encendía y se apagaba como el faro sobre el mar, de pronto, el dorado rubicundo, seguidamente la noche cerrada con sabor a aguardientes. No se si fue a Lito o a Nico a quien se le ocurrió encender fuego negro con el antidiamante. Lo aproximaron a una zarza seca como si fuera una lupa y concentraron toda la sombra sobre la hojarasca, aquello empezó a arder cuando lo ígneo sobrepasó lo dimensionable. Una llamarada negra salió de la zarza y prendió en los rastrojos cercanos mientras los dos muchachos hacían noche de ojos de mulo sobre el campo. Curiosamente algún grillo loco empezó a cantar, un timbre de puñalitos de azúcar con limonada. Como la canica estaba al aire y producía una cerrada noche lunar las llamas negras que daba la zarza sobre el tronco del olivo parecían menores, pero cuando Nico se guardó la esferita en el bolsillo de nuevo se pudo apreciar el fuego oscuro que habían provocado, un fuego negro como las panteras, con toques de carmesí furioso, al lado de los trigos ambarinos.

Agosto 9, 2007


El Antidiamante. (Primera versión)

Nico encontró aquella canica en el río, se extrañó de que toda la orillita del furiosillo de cristal estuviera dorada menos en aquel lugar lleno de sombras. Era un remanso en lo dorado que parecía bajo la sombra de algún árbol, pero allí no crecía ninguno. Qué raro, y buscando el lugar de mayor oscuridad halló aquella canica negra. Al cogerla en su mano la oscuridad que le rodeaba se desplazó ligeramente, provenía precisamente de aquel objeto que parecía devorar la luz. Feliz por su hallazgo la introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón y al introducirla, de golpe, quedó deslumbrado por el sol que rebotaba en las aguas del furiosillo como un espejo de plata y oro, volvió a quedarse ciego por un momento hasta que se habituó de nuevo a la tremenda luz que el arroyito acumulaba en verano. Volvió a sacar la bolita de su pantalón y todo volvió a quedar en la sombra, el arroyo parecía como cubierto por un bosque galería y casi parecía de noche. Entonces Nico se puso a jugar, metía y sacaba repetidamente aquella esfera de sus bolsillos e intermitentemente iluminaba u oscurecía el furiosillo, se alegraba de la oscuridad y se alegraba del resplandor. Estuvo jugando con aquello veinte veces, hasta que quedó hastiado de tanto orgasmo. Se guardó la bolita en el bolsillo y decidió regresar a casa.

Agosto 9, 2007

lunes, 2 de marzo de 2015

La Isla del Doctor Moreau.

Llegué a la Isla de noche. Se agitaba en las palmeras un viento verde, un viento azul, un viento rojo, que venía desde las estribaciones del volcán, o desde las estribaciones de la playa. Todo era silencio. Cuando la barcaza dio con sus huesos en el embarcadero salió a recibirme el tuerto. Un cíclope creado por el doctor. Su único ojo verde parecía una linterna horripilante, su joroba, una desgracia. Llevaba un farolillo en la mano que desprendía agitadas serpientes amarillas. Era abyecto y refinado, hablaba con ceceos y suspiros agarrotados, casi con tartamudez, pero era solemne en cada frase, no inspiraba risa sino desprecio o temor. Cogió las maletas y las cargó a peso, era endemoniadamente fuerte, yo no podía con ellas y soy realmente poderoso. Caminamos el trecho que hay entre el embarcadero y la mansión, describía un violín de fermentos translucidos una melodía de caña de azúcar y barro. La mansión era grandiosa. Salió a recibirnos el policíclope, otro de los engendros del doctor. Susana dio un grito cuando lo vio, allí, alto, delgado, fuerte, con cuatro ojos en la cara. Ella sabía a lo que venía, y yo también, aún así no pudo evitar el lapsus que salió de su boca. Nos recibió el Doctor efusivamente. Correteaban por la antesala gatos verdes, producto de la industria de su dueño, todo un acierto de elegancia. Eran verdaderamente preciosos, tenían los ojos amarillos y el pelaje esmeralda. También vi un gato negro. Un gato negro normal, absolutamente normal. La primera noche la pasamos en el cenáculo con el Doctor, tomamos notas y más notas. Los crisantemos azules y amarillos de la salita competían con las fuertes acuarelas de algún loco Kandinski borracho. Luego llevamos aquellas notas al laboratorio. Nos enseñó el laboratorio, y los ordenadores. Y finalmente nos mostró nuestros aposentos. El Doctor era un individuo tenebroso, y a nosotros nos importaba una mierda aquello, lo hacíamos por dinero. Por la  mañana contemplamos el horror de los híbridos. Durante tres meses creamos, engendramos, fabricamos, hibridamos, esperpentos y paranoias, paranoias y esperpentos. Luces de Bohemia bajo antorchas de horror. Teóricamente era una isla desierta. Pero bullía en cada páramo una colección de monstruosidades, el hombre cerdo, la mujer hiena, el hombre sin orejas, la mujer víbora. Y cientos de especies, animales y vegetales, que el Doctor y nosotros, sus ayudantes, creábamos. Tanto horror sólo por dinero. Mercenarios de lo estrambótico, especuladores de la horrísona mezcolanza. Finalmente nació el niño perfecto. Sin taras genéticas, perfecto, sin miopía, talasemias, anemias, glucogenosis, o debilidades, especialmente diseñado para la guerra y para la supervivencia, de un cerebro prodigioso, y de una fuerza descomunal. Su crecimiento fue rapidísimo, ya a los seis meses podía correr y hablar y el Doctor, entonces, decidió que sus demás proyectos sobraban, y los fue eliminando uno a uno. Dio caza a la mujer pantera y al hombre cerdo, incluso exterminó a sus gatos verdes. Finalmente decidió asesinarnos. Aquella noche organizó una espectacular cena. Mientras el niño perfecto tocaba una serenata de Mozart al piano nos invitó a una copa de Oporto. En el vino había puesto estricnina y cierto alcaloide de una planta de la Isla. Bebimos Susana y yo entusiasmados por el virtuosismo del niño perfecto. Pronto caímos enfermos de fiebre. Nos echó a paletadas a una tumba colectiva. Ahora mismo mi omoplato izquierdo está sobre la quijada de la mujer cerdo y mi pelvis descansa sobre el fémur del policíclope. El volcán pronto hará saltar por los aires a toda la Isla.

Julio 28, 2007