martes, 30 de diciembre de 2014

Naranja.

Aquella partitura estaba escrita en color naranja. Las fugas y las redondas se masturbaban frenéticas y ansiosas y las notas de silencio eran diminutas como pasos de niños buscando caramelos en la cocina prohibida. Una corchea naranja basculaba a punto de caerse del pentagrama y describía una elipse y el sonido que el autor había impuesto a los instrumentos abría una ventana hacia un oculto palacio. En el saloncito naranja, sobre un sofá interminable de un color naranja rojizo, fuerte como una pintura impresionista, se desarrollaba la orgía, las dos mujeres vendían el alma a Satanás y sus lenguas, víboras ocultas en sus labios nacarados, se mezclaban con la promiscuidad de los moluscos marinos. Desde el punto obscuro de una pintura abstracta de fuertes tonalidades naranjas, amarillas y tornasoladas, miraba el sátiro, el espía, el de la otra habitación. Juanjo había hecho el agujero expresamente para observarlas, su hermana y la profesora de dibujo, qué placer el del incesto se decía a si mismo mientras observaba desde su oculta pared los movimientos delicuescentes de las dos sáficas amantes. Ellas, transidas, se adjudicaban caricias y besos lascivos, desde el diminuto bulbo de la oreja hasta el leve dedo meñique, los dientes, como perlas carnívoras, marcaban una pulsión luminosa en sus cuerpos de amantes entregadas. Juanjo sudaba tras el muro, su cornamenta de sátiro se agitaba y obeliscos egipcios juraban deseo eterno de pirámides en los desiertos yertos y calientes. La cola plumosa de un pavo real teñida de naranja adjudicaba a la habitación de dicho color un furibundo estilo propio, crisantemos en los jarrones de cristal, y espejos en los que la candelería ardía espectral y orgiástica. Ellas se lamían posesas cual antiguas hetáiras o suplicantes griegas, sacerdotisas en un rito ancestral y Juanjo, vidente afortunado de los pechos de su propia hermana devoraba la acción de las manos voraces de la profesora de dibujo que se entretenían en el púbico, denso y negro vello de su golfa compañera. A Juanjo le abordaba un éxtasis lúbrico, a sus espiadas lo mismo. Y la habitación naranja, que la partitura escrita a su vez en naranja delineaba en la fantasía, se estremecía con los suspiros de las gacelas oferentes. Gacelas, lobas en celo, o sierpes entrelazadas, de senos redondos y tercos y de largas piernas, enredadas en la pasión y en el pecado, a punto de conseguir un clímax sin punición. Tres naranjas podridas, cubiertas ya de moho azulverdoso compartían una bandeja con un limón amarillo. Juanjo en la habitación negra se deshacía incestuosamente. Un gran espejo mostraba la desnudez del hombre, y el sudor brillaba aceitoso en la frente del satírico efebo.

Agosto 28, 2006


El Relato que no se atrevió a escribir Faulkner.

Charlie ha estado toda la noche enviándonos obuses. Los obuses descendían del suelo como el fuego sobre el infierno, venenosos, lascivos, frutales, brutales, ponzoñosos, descoyuntadores. A John, un obús le cayó de lleno, lo despanzurró de golpe, lo reventó, quedó destrozado, las piernas colgando desprendidas , los brazos arrancados de raíz, las tripas fuera, serpentiformes, chorizos, salchichas sanguinolentas, la mierda por todas partes, el contenido estomacal perfumándolo todo.
La selva huele a magnolias quemadas, a azucenas y a líquenes, pero no cantan los pájaros, sólo suena la armónica del Vietcong, Charlie es un músico estupendo, sabe tocar muy bien ese instrumento, y los obuses describen la armonía caótica del ruido, el ruido que es como un chirrido de adelfas podridas, como un lento eclipsar de retretes y cristales. Toca bien ese comunista su armónica, es un Mozart rabioso lleno de imprecaciones dañinas, sabe poner cada nota de silencio venenoso en los brazos amorosos de la selva, nuestro campamento arde, y su ímpetu no decae, es un danzante frenético que quiere echarnos de allí. Ahora comprobará el sonido de nuestras guitarras.
El avión ha dejado caer el NAPALM, maravillosamente, la gran monja nos ha ayudado, les ha dado a estos amarillos la vitamina y el rosario, la selva parecía un sol ardiente, la apoteosis, hemos sido felices, John estará contento.
Charlie ha vuelto esta noche bajo los juncos, tiene los ojos rojos, es Lucifer y está tatuado de odio, su copa no rebosa nunca, su odio y su sed de venganza no se colmatarán jamás. Hemos decidido darle una lección.
El recién nacido desnudo emite débiles sonidos y llora, le ponemos el cuchillo de combate y lo hacemos dormir, ya tu madre no oirá tu llanto y el Vietcong lo sabe, eres nuestro hijo, nuestro primogénito, calla, tu llanto que eran las campanas del cielo nos molestaba los oídos. Ven, ven a la hoguera, ahora te asaremos, como un cerdito, como un lechoncillo.
Los dos soldados frente a la hoguera comen carne humana, se deleitan, uno de ellos bebe de la cantimplora, el otro arranca de un mordisco la carne de un bracito, es un ángel bellísimo, enfundado en su sucio traje verde, su casco le protege de las balas, está feliz, saborea al enemigo, lo degusta, algo de saliva cae en cada bocado al fango, la hoguera baila, su llamarada amarilla pone a la noche una nota de blancor.

Agosto 27, 2006

El Descenso. Variación Arlekinada.

Van bajando la escalera fantasmagórica. Hacia abajo el hueco de la escalera succiona todo lo que en ella cae sin piedad, omnipotente. Cada peldaño es del filo de una navaja barbera, el escalpelo de un cirujano majara, el zócalo de piedra es suave y resbaladizo, húmedo, aceitoso, tal si fuera la piel de una rana amazónica. El hueco, engulle, chupa, devora, aspira, succiona, tiene la apetencia de una aspiradora, el carácter de la boa constrictor, la capacidad infinita de la máquina trituradora. La escalera de caracol, rigurosamente sencilla, no tiene adornos, es sólo el escalón, la pared, y el hueco, el agujero que traga, el tubo. Miles de escalones en ese tornillo de Arquímedes van desde el infierno al cielo, el infierno está arriba, desconocido, el cielo, abajo, igualmente misterioso. Los arlequines, en medio, buscan salvar sus vidas. Los hermosos cuerpos atletas enfundados en sus trajes de arlequín se agarran levemente a la pared de la escalera, miles de escalones hacia abajo proporcionan la perspectiva del infinito, el terror caracolea sin piedad, es un caballo desbocado al que le arden las crines y de ojos rojos, inyectados de sangre y dientes afilados como agujas satánicas. Los arlequines van bajando los escalones, lentamente, subyugados por el espanto. Pueden caer. Es tanta la altura siniestra, tanto el cansancio, y tanta la estrechez del escalón que el vértigo hace temblar los ojos y mirar hacia abajo es someterse al dolor. Es el carnaval de Lucifer, sentid la sencillez del tubo demoledor, de la enorme boca con sus innumerables e infinitos dientes, sentid entonces también el colorido de nuestros arlequines, sus vestidos rosas con rombos azules, amarillos, negros, repito: es el carnaval de Satanás, el loco, el poeta siniestro, el artífice de la destrucción, el magnífico y soberbio ángel desestructurado. Bajan los arlequines, temblando, con dolor, con miedo, con espanto, con ansia, es la transfiguración de la bestia, su apoteosis, su éxtasis. Punto. Punto. Punto.

Agosto 24, 2006


lunes, 29 de diciembre de 2014

Azul.

El adolescente estrena slips. La madre, bondadosa, compró esta mañana calzoncillos en el mercado, para sus hijos y el adolescente estrena hoy slips azules. El verano marca un baile de escorpiones en los tejados. La noche, caliente de chapa caliente, invita a los cuerpos al mar. La luna busca lobos rabiosos sobre los que ejercer su poder, blanca y redonda y gorda busca cancerberos furiosos para invitarlos a la cacería. El adolescente en su cama observa sus slips azules, estrechos, marcando y apretando sus incipientes genitales. La sangre va de arriba abajo, desciende desde el cerebro del hombre al cerebro de la bestia, el muchacho, bello como la luna, hermoso como la noche, ángel, Apolo, sátiro, empieza a excitarse. El sudor es aceite. En los molinos de almazara las aceitunas estrujadas por el peso vierten su sangre verde y amarilla, su zumo, y en las acequias el agua estancada pide niños ahogados, grillos insomnes que les digan a las estrellas, asomaos a mi profundo cauce, y la noche arriba, encima de los tejados baila pidiendo figuras, a las que bañar de sombra y luna. El adolescente cierra los ojos, su cuerpo destila clepsidras y en la umbría se somete a si mismo, al peso de la carne, se transfigura. El slip azul aprieta y duele, la serpiente de su sexo no desea mallas de lino, sino conectarse al placer, el muchacho se toca, furibundos sacerdotes observan desde sus confesionarios, el pecado busca su victoria, Luzbel feliz y bellísimo se asoma a los acantilados, a la selva, a los volcanes, al fuego, y el muchacho violenta su prisión y se lanza a la luna. Arden llamas azules en las frentes ofuscadas, Manuela danza con sus cinco hijos en torno de la hoguera, jazmines enfurecidos perfuman azoteas y jardines, en los bosques el tigre, sombrío, busca bueyes de torcidos cuernos, el macho cabrío se presenta en el aquelarre de las brujas, negras y desdentadas, horribles y burlonas, la refinería explota, llamaradas y humo negro en la ciudad industrial, los bomberos acuden con sus mangueras al peligro, el fuego quisiera tragarse aquella vieja fábrica. El muchacho, sudoroso, brilla bajo la luna, su cuerpo es de plata y aceite, de liquen y musgo, la fiebre en su alto sexo, es un ciervo virginal solitario en la campiña, Luzbel es un terremoto en la Argentina, en la celda del convento San Antonio, se lacera suplicante, chorrea sangre en la espalda del fraile, violento y buscando a Dios eternamente. El muchacho pone de su ser en el vacío su semilla sin tierra, yermos quedan los campos y novias imposibles sueñan en muchachos desnudos para beberse el mar. El tuerto ladrón espera emboscado a los dos amantes que pasean bajo los eucaliptos. Un aroma de reseda se escancia impúdico en los jardines. Brillan las navajas en los emboscados y el sueño sumerge al que duerme en su infinita prisión.

Agosto 24, 2006


El Reloj.

Camina frente al tribunal en un desierto. Llega ante él. El Juez, se alza soberbio sobre el estrado y le acusa. El interfecto se pone a hablar: Yo no he matado a ese chulo. Es cierto dice el Juez , no se te acusa de eso , se te acusa del mayor delito que un hombre puede cometer, se te acusa de haber derrochado tu vida, es cierto, dice el acusado pensativo, y el juez, majestuoso, responde: y el veredicto es Culpable. Y allí estaba yo frente a la parada del autobús, media hora esperando, recordando la escena de la película Papillón al milímetro, miré de nuevo mi reloj, el autobús no llegaba y ya era más de media hora esperando, recordé entonces el famoso poema de Baudelaire. Toda la vida, toda la vida es una larga espera. En la Divina Comedia de Dante Alighieri hay una escena, los soberbios se encuentran en una larga cola en una playa celeste esperando, esperando eternamente al ángel que los lleve al cielo. A mi lado no había ningún Virgilio, el frío de la calle, Enero, masticaba hojas de cardo, me acariciaba con espinas, me laceraba, me hería la nariz, me dolía. Yo estaba allí, como una estatua a la intemperie. Aún no había salido el sol, y el autobús, como la vedette de una revista de teatro se hacía esperar, grandilocuente. Estaba desperdiciando mi vida, me puse a cantar, Yesterday de los Beattles, no pude, el frío acunaba mis notas, me temblaban los dientes, los hacía chocar involuntariamente unos con otros, todo yo enteramente era un muelle que temblaba bajo la presión atmosférica. La campana de la Iglesia sonó. Su reloj marcó la hora, irascible, y el autobús, soberbio, no se dignaba a aparecer, y yo, tal un pobre náufrago en la tempestad me debatía en la helada. Imaginé que era un dragón echando humo por la boca, de inmediato volví a cerrarla, el frío no permitía condescendencias de ese tipo. A mi no se me la juega, decía, cubriendo de escarcha las ramas de los árboles y matando de golpe gorriones envejecidos. Volví a mirar el reloj, éste parecía no avanzar y haber avanzado al mismo tiempo un siglo. Desesperaba. Entonces un hombre llegó a la parada. Su aspecto era turbio y miraba de reojo, tenía un cierto rictus de mala leche en la mirada. Sentí miedo. El miedo se unió al frío, tensó aún más mi maltrecho cuerpo suplicante. Un Diapasón temblaba en mi cuerpo con resonancias de campana y vino tinto. El reloj de la Iglesia brillaba redondo y fluorescente, blanquísimo e impoluto, la Iglesia, iluminada de amarillo por los focos no semejaba la escena de un crimen decimonónico, pero aún así, la presencia de aquel hombre me supo en la boca a sed en el calvario. El miedo se asomó a mis pupilas y estas se contrajeron. El enviado no decía nada, se limitaba a esperar como yo, pero amenazante, soberbio, riguroso, con cara de mala leche. Tal un tigre a la espera de una sola nota de mis labios. Rompió la esfinge hierática con un gesto, me preguntó la hora, volví a mirar el reloj, se la dije, comenté que el de la Iglesia iba de retraso. La noche parecía difuminarse, pero el miedo no se alejaba, permanecía en mis intestinos espesando minúsculas dosis de adrenalina. El frío no cejaba de acompañarle, compañero fiel en la aurora de los enemigos. A lo lejos un autobús llegaba. Por fin la esperanza salvadora se hacía presente, y el miedo se alejó de repente machacado y estéril. Decepción. No era el número de línea. Mis ojos que brillaban felices se enturbiaron. El individuo a mi alrededor tampoco se subió a la ballena, permaneció allí, indeleble, acompañándome, dibujando en mi espalda un puñal, un cuchillo, una navaja, una pistola. Volví a sentir el frío, caudillo del invierno, general insurrecto vencedor de mil batallas. Volví a sentir el miedo, y yo a la defensiva estaba fabricado a la manera de un resorte, presto al combate, con la espalda frente al fuego y de cara al león. Ya la noche negra empezó a azulearse y a lo lejos finalmente llegaba la máquina. La señora había tardado en empolvarse la cara, en elegir el sombrero, y en ponerse los guantes mientras yo luchaba por mi vida de manera dantesca.

Agosto 16, 2006


El Descenso. Una Nueva versión.

El Descenso. Nonasexagésimaversión.

Mientras ascendemos buscando la salida a esta bestia que nos ha tragado. Mientras ascendemos, el miedo a tropezar y caer tiene la punta de sus dientes afilada como una cuchilla y baila una danza tenebrosa con nosotros de primeras figuras. Nos agarramos a cada resquicio de pared con la desesperación del que arranca malas hierbas de raíz. Cada grieta en el infernal intestino es un punto de apoyo, un bálsamo en la herida, en la amplia y espectral herida de una escalera de caracol producto logarítmico de una enfermiza mente macabra. Ascendemos buscando la salida, la luz a la tremenda obscuridad reinante. Cada paso a dar violenta de una forma brutal nuestra fortaleza física porque el miedo nos atenaza los músculos y nos hace temblar tal si fuéramos gelatina. Cada peldaño del logaritmo es la uña de un dragón de escamas erizadas, de puntiagudos colmillos, cada peldaño es la forma infinita en la que Satán ha escrito nuestro secular castigo. Y ascendemos. El miedo se posa en nosotros con la facilidad del mosquito en la oreja en la noche eterna del verano, de manera inevitable. No podemos ahuyentar esa mosca inmisericorde porque todo nuestro ser está pendiente de la caída, agarrado a cada resquicio, a cada grieta o curva o desliz. No podemos respirar o hiperventilamos, nuestra propia belleza es el peso monstruoso de la escala, si fuéramos ángeles tendríamos alas, si demonios, como ellos, la capacidad de reptar por la pared. El ancho del tubo es criminal, lo estrecho del camino, despiadado, y el enano deforme que lo ha construido, perverso y grotesco, demoníaco. Vamos avanzando poco a poco, a pesar de que los demonios suben y agarran a uno o despeñan entre risas aceitosas a otros, sobrevivimos, a duras penas. Arriba está la salvación, abajo, el nido donde ellos se deleitan. Un repecho, un repecho en la escalera puede hacernos descansar, hacer que recuperemos fuerzas en este infierno. Seguimos hacia arriba, de pronto nos damos cuenta, un demonio está dormido y nos impide el paso colocado exactamente en la vía de paso. Duerme. Duerme, y tenemos que sortearlo sin despertarlo o uno de nosotros morirá. El miedo galopa por el terreno de la espectacular serpiente, y el Nautilus, lleno de tentáculos, espera a que un solo segundo de duda le sirva para ejecutar su orden de eliminación. Cada uno de nosotros pasa la frontera, el sudor, chorreamos sudor como en una bacanal, deja el rastro indeleble de nuestro miedo en la pared. Somos unos espectaculares pintores atrapados en la vidriera de la más terrorífica y demencial catedral edificada. El demonio, de color rojo, verde, azul, amarillo, duerme  cual una flor al borde del abismo, una flor pútrida y horrible a la que solo la separa de su hambre el velo del sueño. Nosotros tenemos que sortear ese peligro. Pero no podemos hacer nada, desde abajo, un demonio, ascendiendo, agarra el tobillo de uno de nosotros y se lo lleva hacia abajo, entre risas que son débiles cascabeleos de serpientes, roces de hierbajos, y el otro, el demonio que dormía, se despierta y nos ataca rabioso, ejecutando a un compañero que se despeña rebotando entre los escalones. Solo nos queda el pavoroso esófago por el que ascender y ni una sola gota de fe hay en nuestro inexistente arsenal, salvo la esperanza, y el miedo. Porque el mismo miedo nos está dando alas para la supervivencia. Hacia arriba, no mirar hacia el terror, mas sin saber cuánto durará nuestro calvario, y el vientre de la bestia, succionando, pidiendo cuerpos. Inagotable.

Agosto 10, 2006


sábado, 27 de diciembre de 2014

La Soga y la Duda.

Tengo la soga y tengo la duda. Tengo la soga, de hilo de nailon, capaz de cortar un dedo si se aprieta. Oh, por Dios, sería magnífico cortar un dedo con la soga de nailon, el dedo cercenado chorrearía sangre, la mano entera chorrearía sangre, y yo tendría un espasmo de placer, me pondría frenético y libidinoso, igual que un voyeur entre los matorrales. Luego guardaría el dedo en la caja, el dedo viviría cien años, agitándose igual que el rabo de una salamanquesa. El dedo meñique o el dedo pulgar o el índice, esperando retornar a su mano eternamente. Y la mano, igual a una mujer que ha perdido a su hijo andaría loca por el mundo, desequilibrada y amarga, estéril, infructuosa, y terrorífica. Y el dedo, qué soledad esperaría en la maléfica caja, vivo y palpitante, moviéndose a ratos como un gusano deforme, sin poder tocar jamás una guitarra. Pero no es un dedo lo que voy a cortar. Tengo la duda .Tengo la soga y tengo la duda y tengo el pavo real. Y el pavo real se exhibe opulento, azul y verde, en el jardín. El jardín tiene una fuente de mármol rosa y la estatua de una Venus desnuda, con un seno roto y un bigote pintarrajeado. La fuente solloza con diminutas campanas, espera siempre una mano que se sumerja en su espejo, el espejo se agita por el chorro. El tintineo de las campanas, es un cascabeleo de cristales o una colección de grillos encerrados, negros y brillantes, espesos y azules, metálicos, iridiscentes, como pupilas de estrellas. Paseo por el jardín y observo al Pavo real, soberbio, que extiende sus cien ojos verdes y negros, ojos de extrañas mariposas tropicales, y que, alerta, se queda estático, inmóvil, como queriendo descubrir algún enigma en el aire y luego vuelve a picotear el suelo mientras sus plumas en la cabeza parecen astillas de cristal. Altanera el ave, pasea lentamente su gallardía inmutable, su majestad es la de la piedra, su belleza la del agua marina, su soledad, la de la rosa. El jardín se abre, espectacular, lleno de jazmines blancos, amarillos, azules, y diminutas campanuláceas violetas, y los dientes de dragón y los pensamientos, tan sensibles que parecen hechos de alas de mariposas, sueñan con pequeños gatos o gnomos o extraños duendes. Yo paseo por el jardín, mi duda permanece, ¿hago un relato de fantasía o hago un relato de terror?, la duda tiene un ojo enorme que me mira desde todas partes y yo una lanza de oro. Quiebro la pupila enorme con mi lanza de oro y ciego la duda. Hago un relato de terror, cojo la soga, apreso al pavo real, ato la soga al cuello del bellísimo pavo real, y lo ahorco, brutal y deforme como una fiera bestial. Me transformo en un demente monstruo, mi cabeza está formada por tentáculos, y el pavo real agoniza colgado del árbol, rodeado por la soga de nailon. La muerte de la belleza da paso al espanto, y el jardín se obscurece, y en la fuente, en su espejo, brotan terroríficas flores ponzoñosas exhalando olor a goma quemada, a queso de roquefort, a estiércol de caballo. El pavo real moribundo da sus últimos coletazos en la soga, pierde plumas doradas y verdes. Y yo, como un insulto, existo en los confines del horror.

Agosto 7, 2006


La Soga.

Soy un hombre tremendamente complicado. Ya sé, ya sé  los psicópatas normales matan seres humanos. Uno puede descuartizar a un hombre, desollarlo vivo, echarle ácido sulfúrico, quebrarle las piernas, sumergirlo en cal viva, follárselo, darle repetidas patadas en los pies, someterlo a una rueda de reconocimiento policial, etc., etc., etc. Pero yo no quiero matar un hombre, yo quiero matar un toro. Bueno, realmente quiero matar una vaca, pero me abstengo de matar una vaca porque las vacas engendran terneros y son más necesarias que los toros. No sé si me explico, estoy en contra de la naturaleza pero al mismo tiempo sé que lo femenino es lo sagrado.  Es decir una vaca realmente vale lo que diez toros. Y por consiguiente voy a matar un toro, así que si queréis seguir leyendo considerad que donde yo digo “vaca” debéis leer “toro”. Y no quiero matar a una vaca de una manera normal, no, por eso soy un psicópata, quiero, deseo, en esta fantasía que estoy escribiendo todo es posible, deseo como ya digo matar a una vaca de una manera tremebunda, brutal, y refinadísima. Todo para que encaje en el tema de la soga que habéis propuesto en el tintero. De tal manera que ya tengo la vaca, la típica vaca lechera, bellísima y gorda en sus andares, con las ubres rebosantes de miel, esplendorosa y encantadora con su carita de vaca feliz y lechera, ¿o sería más espectacular que fuera una vaca raquítica a la que se le transparentan los huesos, típica de una comarca africana en sequía y hambruna? Sí, creo que una vaca como la del sueño del Faraón, la vaca espantosa y terrible que devora a la vaca lozana en el sueño pesadilla que descifró el hebreo Josué, me servirá más adecuadamente para mis propósitos. A mi alrededor una aspetosa boñiga húmeda y cien moscas verdes y gordas como la falange de un pulgar, incluso un tábano pegajoso, revolotean iracundas y repulsivas. La vaca, brutal y esquelética, sube lentamente el patíbulo donde está colocada la soga. Patíbulo de madera de eucalipto, pero no perfumado, lleno de astillas que hacen daño y trabajado por un carpintero deficiente mental y maníaco en estado de delirium tremens y alcoholismo crónico, sucio y espantoso, de cara grotesca, quizás tuerto y sobrenatural cual un demonio. Llega al cadalso la vaca. Una mosca se me posa en la oreja  y la espanto, pero vuelve por sus fueros otra vez a mi oreja de verdugo y me siento infecto igual que el estiércol, mi odio hacia la horrorosa vaca se acentúa. La vaca, la mosca, la demencial naturaleza putrefacta. Consigo finalmente el estado de calma necesario para la ejecución. Ato la soga de cáñamo al cuello de la deforme res y desciendo despacioso el estrado. No rezo un responso, sino que delineo ante la multitud que entre risas, carcajadas, o bostezos, contempla la escena, los innumerables delitos de la odiosa y esquelética depravación andante, y bajo la palanca que abre la trampilla. La vaca cae de golpe y la soga, rodeando y apretando el cuello lo desolla y lo pone púrpura a la luz del sol, que iracundo adorna con su brillo la magnífica y tremebunda escena, la vaca defeca del dolor y el acto, y su lengua sale de la boca agonizante como un molusco marino, y de pronto, todo el patíbulo se viene abajo de golpe roto por el peso. La vaca cae, aún viva, con el cuello roto, y se rompe una pierna y varias costillas quedando sobre la madera impotente y lastimada dando berridos o mugidos de dolor, la gente ríe a carcajadas, aplaude frenética, y bebe y come mientras observa a la tremenda vaca descoyuntada y atroz implorando piedad o consumación, y yo como un cadáver, cubierto por el sudor de los verdugos y los carniceros en su trabajo cojo un mazo de hierro, y con la violencia de un terremoto machaco la cerviz de la pobre bestia.

Agosto 5, 2006


Matando el Tiempo.

Los muchachos entraron en el templo del Graffitti. Inmensos y caleidoscópicos graffittis geométricos adornaban las paredes de aquel recinto. Era una autentica preciosidad estar en aquel sitio. Se sentían como sumergidos en un pequeño paraíso en el que las formas, curvas, rectas, y colores de los dibujos les señalaban las distintas estancias por las que deambular. El rojo, el naranja, el violeta y el verde competían entre ellos a veces de forma abstracta, a veces de forma logarítmica, en espiral o en recta quebrada, poligonales o curvos, como densas gotas de aceite rosa o como pequeños rombos violetas. Una pareja de muchachos, ella y él, se abrazó y empezó a besarse en una esquina, entre leves risas musicales, y coqueteos femeninos. La mayoría de los chavales, sorprendidos por la belleza se extasiaban en la contemplación de aquel arte callejero. La luz salía de las esquinas. Pequeños focos pero muy potentes iluminaban aquel museo. Espectacular. Música clásica barroca ambientaba los pasillos. Era muy bonito, archibonito. Los chavales disfrutaban. A veces en las esquinas de los pasillos del laberinto había situadas pequeñas fuentes iluminadas de rosa o azul, y ellos metían levemente las manos y los dedos y se refrescaban. Anduvieron como una media hora y se encontraron en una habitación totalmente dorada iluminada por potentes focos, en ella tan solo un cuadro, un graffiti, mostraba formas como de mar ondulado y crestas poligonales de azul y violeta, esplendoroso y sencillo al mismo tiempo. Todo era un homenaje al graffiti callejero y los muchachos se sentían gozosos y afortunados. Pequeños bancos de colores les aconsejaron descansar y se sentaron. Era el primer museo graffittero creado en Sevilla y era muy de agradecer la idea de un alcalde ladrón y sinvergüenza como el que más. Esta vez había acertado, se merecía por lo menos diez docenas de votos más que su apocalíptico rival, tan o más sinvergüenza que él, pero mucho más conservador y facha. En esto estaba cuando me di cuenta de que yo era Francisco Ruiz y al alcalde, y al resto del planeta, le sudaba la polla de todo lo que dijera, escribiera, o inventara. Me sumí en mis elucubraciones, lamenté no haber nacido tigre o Sida para ir matando gente por la calle, entre ellos al alcalde, y dejé de escribir este relato. Fantaseé de nuevo con una película de niños en la que los críos tuvieran que competir contra horripilantes demonios en una escalera de caracol que descendiera a los infiernos, reflexioné de nuevo sobre mi absoluta levedad, firmé el escrito y lo volví a colgar de nuevo en un foro de Internet.

Julio 20, 2006


Variación cortita del Descenso.

Ellos, los demonios, están arriba. Pueden reptar por las paredes, equilibristas, arañas, salamandras, perfectos. Son horribles, feos hasta la nausea, por eso son demonios. Son de largos miembros y grandes cabezas sin rostros, y se mueven por la pared buscándonos. Nosotros somos sus presas. Y tenemos el miedo de las presas. Hemos bajado un puesto en la cadena alimenticia, ya no somos los reyes de la creación porque, como condenados, nos hayamos en la espiral. Y en la espiral, el vértigo desde arriba hacia a lo obscuro, en la espiral, hemos de bajar para escapar de ellos. Cada paso que damos, cada peldaño que descendemos, es una proeza física y mental. Esta lucha por pintar la pared que hacemos sin arneses es una culebra venenosa de dientes afilados, un eterno ofidio venenoso. Y bajamos, y de pronto, un puto demonio baja reptando por la pared, agarra a Rocío y se la lleva hacia arriba, para comérsela, para desollarla, supongo, y otro demonio, brutal como una carcajada de leproso, despeña a Carlos de un manotazo, para reírse, y su cuerpo, que era similar a una noche de verano, cae rebotando por las paredes en el infernal intestino de la bestia. Aquí estamos, atenazados por la altura, alpinistas aficionados, hombres arañas a la fuerza, por decisión de los dioses, mascando terror, mascando el chicle amargo del miedo, temblando de espanto. Ayúdame, dice Eva, no puedo más, voy a caerme, la intento animar con una palabra amable. Y un demonio viene y se la lleva, hacia arriba, porque sí, porque le da la gana, porque tiene que alimentarse, porque disfruta con ello, seguimos bajando. Fernando se despeña, no ha podido más, pobre muchacho débil y gordito que siempre nos agradó. Era la bondad personificada y ha caído, Oh Dios, ¿porqué nos has abandonado?. Seguimos descendiendo. Huída, huída, huída, y terror. Descanso un poco, no puedo ni respirar, sólo se oye el chorreo del agua por las paredes, el rozar del liquen ancestral y nuestra agitada respiración.

Julio 12, 2006 


jueves, 25 de diciembre de 2014

Nueva variación sobre "El Descenso".

El Descenso. Cicuentagésima versión.

Juan, Fernando, Andrés, Gloria, Luci, Federico, Susana, Paco, Cari. Estos son los protagonistas de la peli. Son muchachos y muchachas muy bien formados, salvo Cari, que está un poco gordita, y Federico, que es bastante feucho pero muy simpático. Son actores profesionales elegidos para desempeñar los papeles protagonistas de una película escrita y dirigida por Francisco Ruiz. Una nueva versión del Descenso. Una nueva variación más apabullante, en un esfuerzo del autor por rizar el rizo. Fernando es del Betis, todos los demás son sevillones, salvo Cari que es del Atlético de Madrid. El autor, o sea yo, les pone en peligro en las fauces de la torre siniestra, en la infernal escalera de caracol, en la terrorífica espiral. Tienen que realizar un descenso de dos horas por la escalera. El ancho de los escalones es bastante grande, no es el ancho de la escalera lo que los pone en peligro, sino lo terrorífico de la altura, la ausencia de pasamanos, la obscuridad, tremebunda, el hueco, sensitivo animal que se tragaría cual esófago infernal todo lo que cayera en él, y sobre todo el cansancio. Porque aunque la película debe de estar planificada para que dure dos horas, debe, sin embargo, dar la apariencia de que los muchachos y muchachas caminan en ese equilibrio inestable durante horas y horas. Además se incorporan a la acción miles y miles de cucarachas, que son los animales más repugnantes creados por Dios, si exceptuamos quizás a las moscas y a los tábanos. Así que la acción ha de empezar con la huida de algún monstruo, de alguien feo, o con la huida de algún peligro, real o imaginario, creado por el abuso de anfetaminas o por la vida misma, o quizás favorecido por la presencia, en la victoria, de algún suculento premio, un tesoro, o lo que sea (en esto el autor, o sea yo, os pide la ayuda suficiente, si sois benévolos conmigo, para que me superéis en audacia y originalidad, porque yo celebro con vítores de alegría la obra de arte bien ejecutada y a aquellos que superan sin envidia los actos de quienes los preceden), y a esta huida por el laberinto que en el descenso colosal ha de devorarlos o santificarlos los protagonistas, y en eso ha de basarse la película, han de mostrar su heroicidad o su cobardía, su debilidad física o mental, su fortaleza espiritual y su capacidad de trabajo en el riesgo. Por ejemplo puedo hacer que Cari, la chavala más gordita y simpática caiga en un resbalón, la escala logarítmica debe de estar húmeda y resbaladiza como la piel de una rana amazónica, y se despeñe o muera o que Fernando intente en un recodo sobre el abismo abrirse las venas con una navaja para no ser succionado por la monstruosa hélice y que Federico lo detenga a base de puñetazos, o que todos sientan el pánico general por la presencia de una zona en la escala de dificultad inmarcesible. Y en todo eso se basaría la película, en un simple pero continuado descenso abracabradante que extenúa las fuerzas musculares y morales de los muchachos protagonistas.

Julio 10, 2006


El Descenso, cuarta versión.

Juan, José, Francisco, Paula y Andrea, huyen. Huyen, huyen, huyen, porque el temor y el espanto, hombre de cara desfigurada y monstruosa, con apetencias vampíricas y sexuales, les acosa y les quiere hacer un adorno en los cuerpos, un adorno de agujero sangrante, de dos agujeros sangrantes, orificios de entrada y salida de munición, o porque quizás les quiere hacer algún otro adorno en los vestidos corporales mucho más extraordinario. Así que los cinco ángeles de deliciosas curvas y rectas, los debilísimos Apolos y Afroditas subyugantes, en la huida de la infernal Málaga dan con la espantosa y aún mucho peor Malagón tremebunda, como un salir de la sartén para dar con las llamas. Y entran. Entran dentro del caracol. Ellos no saben que el caracol siempre está hambriento, que su boca obscura, rotunda y amplia cual una satánica catedral, siempre tiene el hambre de los ogros y los orcos, que esa hambre, reliquia de una antigua matanza de ángeles, les espera, feroz e irascible, arquetípica, atroz, innumerable y definitiva. Y la enorme boa constrictor del caracol los traga con la promesa de la escapada. Entran en el demoníaco Nautilus cuyos escalones de piedra les prometen una salvación por un instante, pero a medida que descienden la certeza del hueco se agranda y el espíritu de lucha se va haciendo cada vez más pequeño hasta quedar anulado. Y las cinco almas en pena se condenan a un descenso infernal lleno de peligros. Innumerables son las cucarachas, cuyas patas eléctricas si alguien ha tenido la oportunidad de saborearlas sobre la piel arañan como la lija y dan un asco espantoso. Y cientos, miles, millones de cucarachas hay en el molusco de profunda boca devorante. Paula resbala por la humedad y está a punto de despeñarse, Francisco la agarra de los cabellos, de los brazos, y ella, en un ataque de puro pánico, se niega a seguir luchando contra el intestino o la infernal boca de la escalera de caracol, granito y ónice desesperado y obscuro, obeso glotón en ataque de gula o tubo de aspiradora de irascible y tumultuoso deseo de succión. Engullidos van bajando por el lateral de la escalera, y están enteramente cubiertos por los más repugnantes insectos dados por la creación. El asco y el espanto son como dos atlantes que se baten y se animan para atormentar a los cinco chavales que, condenados, han de descender ese pozo de Belcebú para sobrevivir. El miedo estrangula las fuerzas, y tienen que descansar en los salientes del abismo, en sus cocodrílicos y afilados dientes, teñidos de negros por la suciedad y las cucarachas que esta vez se deslizan por sus caras y a las que deciden comerse. Van como torturados en el espanto de la danza en el alambre, aguantándose los vómitos que llegan, las arcadas de la bilis, y el terror a la demencial caída. Ni el compañerismo puede suavizar la estructura satánica de la máquina por la que descienden hacia la incierta salvación.

Julio 3, 2006 


miércoles, 24 de diciembre de 2014

La Botella de Champaña.

Encontré este escrito en una botella de champaña varada en la playa. Había ido a la playa a pasar un agradable y tropical día de junio y lo disfruté, lo devoré como una máquina. Estuve todo el día en el mar como un sirénido, se me encogió la piel de tanta agua y me arrugué igual que un octogenario. Me quemé vivo al sol y hasta una medusa me hizo una pequeña picadura. La maltraté con un pequeño palo y la relié los tentáculos, transparente y violeta como los labios de una muchacha. Al ponerse el sol, la marea baja dejó al descubierto el fondo marino, brillaba como una bandeja de plata, de oro, de turquesa, irisada de espejos y caracoles marinos, y diminutos cangrejitos terribles. El cadáver maravilloso, el magnífico, soberbio, y yacente cadáver de la playa brillaba al sol del poniente como un ascua de estrellas. Y encontré la botella con el pergamino. Estaba el cristal sucio de líquenes, no se observaba su contenido, el escrito de algún náufrago supuse. Cogí y me la llevé en el cubo,  con las navajas a preparar en la cena de mi madre, cuatro ostiones de nácar rebelde, y cuatro caracolitos de colores. Cuando la tuve a mi absoluta disposición abrí la botella. En el anverso: Os escribo desde una isla en la que he naufragado, mi situación es desesperada, he tenido una terrible infección en el pié que me impide caminar y sé que en la isla hay tigres de Bengala, me alimento de cangrejos y erizos de mar, cocos, y a penas unos huevos de pájaros, mi barco naufragó y lo he perdido todo, el barco llevaba la ruta Blangadesh Tokio, era el Auriga II,  no se nada más, socorro. En el reverso: He sido tragado por una ballena como Jonás y os escribo desde su faringe, a la que me hallo agarrado con la provisión de agua dulce escasamente para tres días por medio de los garfios de unos estibadores. En la misma faringe he tenido que luchar con los tentáculos de un enorme Kraken abisal. No voy a sobrevivir, escribo esto solo para decirles a mi esposa y a mi madre cuánto las quise, (firmado John Perez Wilkins, diez de Enero de 1915). Guardé la botella y el manuscrito para llevarlos a la facultad de Geografía e Historia al día siguiente.

Julio 1, 2006


El Descenso. Variación.

Dios, qué dolor de espaldas. Qué dolor más agudo. Ay, ay. ¿Dónde estoy?. Casi no veo nada. Dios, ¿qué es esto?, ¡¡¡estoy lleno de cucarachas!!!, joder,  (de pronto el asco y el espanto a partes iguales se apoderan de mi y siento que estoy ante un navajero que me quiere robar lo escondido en el bolsillo). Y ya me doy cuenta de donde estoy, hago todo lo posible para no moverme aunque la brutal cantidad de cucarachas me espanta monstruosamente, me da un pavor inmisericorde, pero no me muevo, puedo caer. Y allí estoy, estaba tan tranquilo andando por la calle, era una tarde de verano magnífica, llena de pájaros lindísimos y de árboles verdes y deliciosos, y de pronto estoy aquí, justo al lado del abismo. No te muevas, me digo, no te muevas, pero una cucaracha se desliza por mi cara, y grito, aúllo como si me hubiesen dado un latigazo, y empiezo a temblar, empiezo a temblar como si tuviese frío. Y hace frío, todo está en la penumbra y hace frío, pero las cucarachas infernales me están secuestrando el alma, Señor, sácame de aquí, Señor. Y los bichos están por todos los lados, sobre mi piel, sobre mi cabello, en las paredes, en el suelo, pero no te muevas, Francisco, no te muevas por lo que más quieras. Y me voy dando cuenta poquito a poco de mi situación, es una escalera, la escalera de mi relato, la escalera de un condenado, pero no te muevas, Francisco, no te muevas. Y me doy cuenta de que estoy al borde del abismo, que esto es una sima y que tengo que subir o que bajar. Y cada peldaño es la trampa de la locura, y cada peldaño es el diente de un cocodrilo, y el hueco de la elipse infinita la boca de un tigre. Y no sé si subir o bajar, el agua surge de algún lugar y baja, y hay un millón de repugnantes y asquerosas cucarachas, demonios, qué asco, cómo las odio, Señor, sácame de aquí, Señor, sácame de aquí. La concha del Nautilus me observa, estoy dentro de la carcasa del horrible caracol mutante. Y puedo caer, vaya que si puedo caer, e intuyo que allá en el fondo te espera la “suave” caricia de la piedra, dura como el diente de diez y ocho tiburones. Esta pobre hormiga, Señor, te pide ayuda, madre, ¿dónde estás?, tu hijo te necesita. ¿No querías, Francisco, ser gruísta de la Construcción, no fantaseabas con tener más huevos que el caudillo y bajar a la mina o subir a la grúa?, pues ahora, toma pan y moja, y mira tu propio infierno de frente, mira cara a cara al sol y desespera. Y allí estoy, en la infernal máquina del tubo infinito, del túnel que baja al submundo tenebroso, entre insectos. Cada peldaño se me va a hacer una odiosa frente de toro. Señor, ¡¡¡¡sácame de aquí!!!!. Y empiezo a bajar, poco a poco, me duele el cuerpo, pero es del miedo, es el miedo el que me hace débil, es el miedo el que provoca la lasitud de mis miembros, el que los debilita. Estoy al borde del paroxismo, la espiral, abierta y succionante, qué ansia de llevarse todo mi cuerpo en un suspiro. Empiezo a hiperventilar, tranqui, tranqui, tranqui colega, detente, detente un poco, descansa. Zócalo de navaja barbera, pared de granito despiadado. Pero qué asco, una cucaracha se me ha parado en la mano. Descansa, descansa.

Junio 28, 2006


Variación Asexuada de "El Descenso".

El Descenso. (Y espero que no sea el del Real Betis, claro).

El muchacho baja la angosta escalera apenas iluminada. Hacia abajo, por el hueco, la obscuridad es dura como un bofetón, y la boca del lobo, abierta y llena de horripilantes dientes, negra y espesa igual que la brea, se permite un deseo de succión sin límites, rabioso. El peldaño, tienes leves toques de topacio iracundo, la pared, arrugas de anciano, o dedo de quien se lleva media hora en la bañera, y las raíces, prometiendo la caída, se llevan las uñas del muchacho, que se agarra a ellas con el temblor de la hojarasca en el bosque. Desciende en la penumbra, hay como un batir de alas en el silencio, espeso cual gota de aceite, denso, y el musgo, suave como el traje de una novia, aterciopela la garra del débil muchacho que baja las escaleras con los ojos espantados, en la horrible pesadilla. Cada paso que da es una leve crucifixión, un diminuto fusilamiento, los cuernos del toro que en el filo del peldaño sacuden al torero, buscan tragarse todo un cuerpo, y el hueco de la terrorífica escalera aspira a tener en su boca, araña desnutrida que pide ángeles temblorosos, el cuerpo del único espada estremecido. Con dificultad de artificiero, desciende un escalón, cuya arista afilada sería capaz de desollar un buey, pero es el hueco de el esófago brutal lo que atenaza, el miedo es similar a una serpiente de cascabel, todo el cuerpo del suplicante, que reza a Dios en los confines del espanto. Y el muchacho desciende, y no sabe si ha de subir, y la duda y la certeza se mezclan en una violenta batalla o aquelarre. Y puede caer, y no soporta, el peso de su propia belleza, o lo que es lo mismo, su propio cuerpo y su conciencia. Y la escalera tiembla, pero no, no tiembla, es el cuerpo lo que tiembla como una masa de gelatina de caramelo en los labios de un niño monstruoso. Desciende el chaval por la región infernal de los silencios, y su respiración es casi un grito doloroso, y la angustia, que quisiera salir por la boca, ahoga el grito como una mujer enferma y loca a su hijo recién nacido. Baja, baja, y aquello le cansa y es pavoroso, y puede caer en el vacío, y el vacío, intacta trompa de elefante, succiona el aire y hacia abajo la obscuridad es la promesa de la muerte. Temblor de cuerda y diapasón, breve fulgor de guitarra monstruosa, violín en espantoso acorde, arpa muerta. Ya el muchacho es un cadáver, a cada paso que da para salvar la vida muere, a cada paso le fusilan, ya quisiera no haber nacido nunca, y el pozo iracundo por donde la escala de caracol desciende es la cabellera monstruosa de la Gorgona, una gorgona tuerta cuyo único ojo es el espantoso hueco que puede devorar al cervatillo. Pero lo peor acaso sea no saber si es en el subir donde está la salvación.

Junio 27, 2006


El Descenso.

No sé lo que he soñado esta tarde. Acababa de almorzar cuando me puse a dormir la siesta. La siesta, un bálsamo absoluto. Pero ha durado escasamente un minuto, menos quizás, puede ser que en ese minuto hayan chocado automóviles, sucedido terremotos, asesinatos, cataclismos, monstruosidades, o que por el contrario hayan venido a este sufriente mundo miles de recién nacidos. Me han despertado, han soliviantado mi absoluta necesidad de reposo, unas tremendas ganas de orinar. Eso me ha desvelado, ha interrumpido el necesario descanso para esta alma enferma. He orinado en el cuarto de baño, y he vuelto a la cama, en la penumbra, bajo la luz que se transparentaba de las rendijas de la ventana a unas cortinas rosas. Luego, no sé, he pensado en un relato, he pensado: en mis sienes han crecido dos grandes pitones de marfil, no los cuernos de un carnero, no, dos grandes pitones taurómacos, y me he convertido en el Minotauro de Borges. El animal que vaga por los laberintos intentando la fuga o el capote, o buscando la espada salvadora. Pero de pronto he pensado en el vicioso que transforma mis afilados pitones asesinos en dos sendos colgajos genitales, dos aparatos genitales masculinos completos, ávidos de succión, penetración, y orgasmos. Cómo ocultan los pesados testículos casi mi visión al caer incluso más allá de mis cejas, y cómo soy conducido hacia la sodomítica orgía, llena de mucosidades y fluidos. Y he dicho, basta, visión carnal de la voluptuosidad. Y entonces no he tenido ojos, y mis ojos, transformados en atributos de la masculinidad me convertían sin remisión en más monstruoso, deforme, y antinatural. Pero ha llegado la naturaleza original de la inspiración, y he imaginado el verdadero relato a narrar, el acto de bajar las escaleras de caracol en piedra de un castillo que descienden eternamente hasta el centro del mundo. Y me he visto a mi mismo, bellísimo y desnudo, con veinte años, bueno, es necesario para las damas que leen esto que esté vestido y que no sea yo el protagonista, pero el caso es que el sujeto baja por unos escalones de piedra hacia el centro de donde nadie sabe nada. Puede caer, la obscuridad, como una diminuta noche aterradora, atenaza el descenso del condenado. La luz de la escalera lo puede precipitar hacia el vacío. Baja despacio, con pavor a la caída, igual que el albañil que pinta desde un pretil, el miedo le anquilosa los nervios, a flor de piel, los cabellos erizados, suda, suda, es verano ardiente aunque no luzca el sol. Cada paso es la posible muerte, y la orden es bajar. Las paredes están cubiertas de líquenes, de musgos verdes, la aterciopelan, es un pubis húmedo o una lengua en toda su extensión líquida. Y baja, hay un tigre acechando, devorante, cada paso es un paso de Titán que lucha, cada paso es enfrentarse a un toro milenario, la luz del túnel, por donde se cae, es la boca abierta de la araña infernal que es capaz de asesinarte. Y el muchacho baja, la piel erizada de miedo, los ojos atentos a cada grieta, a cada peldaño en lo obscuro, las manos y los brazos apoyados en las paredes, el temblor debilita el cuerpo, es trabajoso y cansa, cansa mucho, cansa y da pavor. Y el sujeto, al borde de la extenuación, lucha contra el impulso natural hacia el precipicio, hacia la natural consumación de la vida, y ha de dominar el cansancio, y el miedo, y el miedo que da el cansancio. Hay torres que han caído por su propio peso, estatuas derribadas por su propia belleza. Y el muchacho ha de bajar en la penumbra eternamente si no quiere morir.

Junio 27, 2006


martes, 23 de diciembre de 2014

Los Ojos. (Versión Definitiva.)

Aquel día me levanté como cada mañana desde hacía semanas. Con ardor estomacal, dolor de cabeza, olor a queso podrido en la boca y sabor a corcho rancio en el paladar. Me lavé los ojos con abundante agua fría. En el cuarto de baño diez cucarachas por lo menos en franca agonía movían, quietas, sus patitas eléctricamente al mínimo contacto, reflejo mecánico de un ser tan repugnante como mi propia conciencia. Me sequé con la sucia toalla de todas las mañanas y me desprendí de unas legañas en los ojos cristalizadas y duras. Me vestí. Y finalmente salí a la calle. Miré hacia el cielo: claro, despejado, azulísimo, radiante, espléndido. Me dije a mi mismo, perfecto, temperatura ideal y magnifica naturaleza de su parte. Pero al doblar la esquina de la calle de golpe el terror se apoderó de todo mi ser, la repugnancia más tremebunda y el espanto más terrorífico que imaginarse puedan: todas las paredes tenían ojos vivos, millones de ojos vivos en todas las paredes, como inmensas y arquetípicas colas de pavos reales nauseabundas. Todas las paredes eran un inmenso cíclope. Los cristales de los escaparates de las tiendas, los muros de cualquier pared desvencijada, todo, absolutamente todo, hasta el marasmo, hasta lo repulsivo, lleno de ojos, ojos, ojos, ojos, y todos mirándome, observándome, impíos, macabros, fijos, impasibles. Caí desmayado en medio de la calle, me golpeé la cabeza contra una pared y sentí un dolor brutal de típico accidente. Quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo tardé en recuperarme, y cuando lo hice los ojos seguían allí, las paredes estaban vivas, las cosas eran seres vivos, el monstruo infernal era real. Vomité. Un peatón escuchó mis alaridos, me agarró de la cintura, me dijo: cálmate. Por fin has llegado a tu destino. Me di cuenta de que estaba desnudo. En la piel, en las palmas de las manos, ¡¡¡hasta en las plantas de los pies!!! tenía ojos. Ojos abiertos, cerrados, parpadeantes, sensitivos. Todo mi cuerpo estaba lleno de ojos supernumerarios. ¡¡¡No solo las paredes!!!. ¡¡¡¡También yo!!!!. Grité, me angustié, entré en hiperventilación. La angustia se apoderó de mí. El peatón que me había recogido del suelo me dijo de nuevo: calma, calma, es natural, son los primeros minutos, no te angusties, muchacho, es pasajero, calma, calma, no te angusties. Me agarraba, me sujetaba, con fuerza y ternura, intentando no dañar los ojos que yo tenía repartido por todo el cuerpo. La situación era aterradora. Tuvo que darme finalmente un guantazo, estaba histérico. Me quedé entonces quieto, deseando saber. 

Junio 20, 2006


Los Ojos.

Aquel día me levanté como cada mañana desde hacía semanas. Con ardor estomacal, dolor de cabeza, olor a queso podrido en la boca y sabor a corcho rancio en el paladar. Me lavé los ojos con abundante agua fría. En el cuarto de baño diez cucarachas por lo menos en franca agonía movían, quietas, sus patitas eléctricamente al mínimo contacto, reflejo mecánico de un ser tan repugnante como mi propia conciencia. Me sequé con la sucia toalla de todas las mañanas y me desprendí de unas legañas en los ojos cristalizadas y duras. Me vestí. Y finalmente salí a la calle. Miré hacia el cielo: claro, despejado, azulísimo, radiante, espléndido. Me dije a mi mismo, perfecto, temperatura ideal y magnifica naturaleza de su parte. Pero al doblar la esquina de la calle de golpe el terror se apoderó de todo mi ser, la repugnancia más tremebunda y el espanto más terrorífico que imaginarse puedan: todas las paredes tenían ojos vivos, millones de ojos vivos en todas las paredes, como inmensas y arquetípicas colas de pavos reales nauseabundas. Todas las paredes eran un inmenso cíclope. Los cristales de los escaparates de las tiendas, los muros de cualquier pared desvencijada, todo, absolutamente todo, hasta el marasmo, hasta lo repulsivo, lleno de ojos, ojos, ojos, ojos, y todos mirándome, observándome, impíos, macabros, fijos, impasibles. Caí desmayado en medio de la calle, me golpeé la cabeza contra una pared y sentí un dolor brutal de típico accidente. Quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo tardé en recuperarme, y cuando lo hice los ojos seguían allí, las paredes estaban vivas, las cosas eran seres vivos, el monstruo infernal era real. Vomité. Un peatón  escuchó mis alaridos, me agarró de la cintura, me dijo: cálmate. Por fin has llegado a tu destino.

Junio 20, 2006


La Alfombra manchada.

Hannibal Lecter había guardado la lengua de aquel hombre en el frigorífico. Envuelta en papel de plata el hermoso molusco diseccionado estaba esperando el cuchillo y el diente del caníbal para pertenecer a la esfera de lo monstruoso. El frío del refrigerador le daba pequeños y punzantes pellizcos a su mineral persona. Por su parte Hannibal Lecter, tras guardar la lengua del asesinado, se decidió por dar una vuelta en las festivas calles sevillanas. Vestido de manera informal, no sería de extrañar que fuera la primera o la segunda vez que llevara vaqueros en toda su vida, salió de su casa sevillana. La fuente del patio en lo obscuro rimaba una melodía de seducción a un limonero. Un rayo de sol, que dando curvas y semirrectas, podía atravesar el cuadrado del tejado, lo ponía en algunas ramas dorado y violentamente amarillo. Hannibal andando observaba las calles y las tascas intentando dos cosas: no parecer un turista y pasar totalmente desapercibido. Sevilla ardiendo en junio por su parte deseaba comprometer a cualquiera en un ataque de calor y llevarlo directamente a los servicios de urgencia del hospital. El asesino, después de caminar un trecho, comprobó el silencio aplastante de la Plaza de la Fuente del Pato, se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor, le costó bastante esfuerzo realizar la operación, manco como estaba después de la orgía de cerebros fagocitados que había lucido con su amada Clarise. La Plaza, la Pila del Pato la llamaban, correspondía con la sombra de un magnifico ombú a los ciudadanos que se le acercaban, y la fuente, de la que un chorro de agua salía del pico de un pato de bronce, administraba una suave y fresca caricia en el día más soleado de Junio. El psicópata admiró la extática y fugitiva belleza del contorno y deploró inmediatamente el estado ruinoso de los edificios, parecían caerse a momentos, derrumbarse sobre la calle y aplastar en su ruina a las personas. Pasó un niño. Vestido con la equipación del Real Betis Balompié, lanzó una patada a su balón de reglamento y casi obsequia al loco con un beso de goma lascivo, luego pasó otro niño, vestido de sevillista, ignoró al demente y llamó a su amigo con la voz que todos los niños tienen cuando son niños. Hannibal Lecter continuó su paseo, el sudor le mojaba las nalgas y la espalda, se la empapaba con animadversión, ya se veía a si mismo el psicópata por la tarde dándose aceite de oliva en la piel irritada de los muslos. En la calle varias niñas jugaban a Rayuela. Llegó por fin a una taberna. El local olía a vino de garrafa y a carne cocinada, pidió una tapa y un vaso de Jerez, le dieron una tapa de carne encebollada, lengua realmente, y el aristócrata del crimen la saboreó con inmenso placer. Salió satisfecho del local, le había gustado su ración de carne y los hermosos azulejos árabes de la tasca, fresca y villana, popular. Regresó a su casa. Puso música clásica en el tocadiscos, por la calle unos niños con un pequeño paso, una cruz de mayo, desfilaban con su minimísima cofradía y un diminuto Jesusito de plástico en un lecho de claveles reventones. Se encargó de descuartizar un cadáver que había dejado tendido sobre una alfombra, la sangre lo había empapado todo dejándolo horriblemente sucio, y ahora había que tirar por la borda una fabulosa alfombra oriental hecha en Irán. El esquizoide se lamentó un segundo por la perdida de un objeto tan valioso. Hacer desaparecer el crimen lo empurpuraba de restos. Tendría después que lavarlo todo con meticulosidad. Tanto trabajo para saborear una lengua que ya había comido. Se cabreaba, se enfurecía consigo mismo.

Junio 6, 2006


Rayuela de Julio Cortázar.

El lujoso y grueso tomo descansaba en la mampara del kiosco como una mariposa en una caja de cristal. Claro que lo bello de una mariposa poco tiene que ver con un cerdo o con un rinoceronte. Vuelvo a meter la pata porque los rinocerontes son animales bellísimos, unicornios rotundos con la fuerza del huracán. Pero en fin, era un autor de fama mundial, yo no andaba aquel día bien de pelas, y me decidí a comprarlo aún a sabiendas de que un libro no me iba a servir absolutamente para nada en mi actual situación, que debía de gastar el dinero en cosas más gratificantes o sencillamente ahorrarlo para tiempos peores. El vendedor, un personaje que me cae particularmente mal porque es de un equipo futbolístico contrario al mío, puso cara de victoria al vendérmelo entre suspiros desesperados (aunque silenciosos) de estar haciendo un esfuerzo sobrehumano en trabajar para mi. Así que me llevé aquel tomo completo de las obras de Julio Cortazar, tomo que sólo contenía una única novela: Rayuela. Llegué a mi casa con el libro y me puse a leerlo. Era un galimatías ininteligible. El libro parece estar fragmentado con unos capítulos desordenados. Y además es muy difícil de leer, está muy mal escrito, inmediatamente me di cuenta de que aquello era una porquería que no merecía la pena de leer, o bien que mi capacidad mental se había quedado reducida a su mínima expresión. Puse el libro sobre un montón de otros libros y lo dejé allí para revenderlo o donarlo cuando me arruinara o para cuando me quede sin casa, no me darán ni los cinco euros que pagué por él desde luego. Hoy ese libro me ha servido para algo, no podía sostener en una repisa un DVD que tengo, y el tomo de Rayuela de Julio Cortazar sirve para hacer de contrapeso al DVD y que éste no se caiga. Alguna utilidad tenía que tener ese autor. Por decir esto acabo de imaginar que cuando muera y pague todas mis culpas en el infierno tendré a su vez que comparecer ante Julio Cortazar, el cual, barbudo y con un cuchillo al rojo de grandes dimensiones me irá lentamente despellejando.

Abril 17, 2006


El Cesar Biólogo.

Desafié al Cesar. El más soberbio y cruel Cesar que observaron los tiempos. Fui un imprudente, un loco, un subnormal. Desafié al Cesar. Además involucré a mis amigos en la conspiración, ellos han sufrido incluso peor suerte que yo. Alguien nos vendió por unas monedas, como a Jesucristo Judas. O quizás sus servicios de espionaje son perfectos. Y lo peor fue la condena a la que me han sometido. El Cesar de pequeño quiso ser biólogo, no Cesar, y estudió la biología y la fisiología animal. ¡¡¡¡Qué imprudente fui desafiándole!!!!. No ha nacido un ser más brutal y cruel y refinado. Un exquisito monstruo. No podéis ni imaginar lo que le ha hecho a uno de mis compañeros en la conspiración. Pero sí que os puedo contar lo que me ha hecho a mi: me arrancó los dientes, me cosió los labios, (muy pronto los músculos de mi mandíbula se atrofiarán), y luego, ebrio de maldad, me despellejó vivo, pero no me mató, fue exquisito hasta el espanto, transplantó epitelio intestinal cultivado a la piel arrancada, y me convirtió en el Hombre Intestino. Ahora soy como una rana sumergida en un tubo de digestión, me alimento a través de la piel y respiro por una sonda. Soy enteramente piel de intestino. (En este mismo momento el escritor del relato se pregunta si ha de sentir o no dolor el protagonista de su escrito y no conoce la respuesta). Pero lo que le ha hecho a un compañero es todavía más inmarcesible. No me atrevo a contároslo.

Abril 12, 2006


En el pantano.

Fuimos hacia las profundidades del pantano. Los mosquitos picaban como diablos enloquecidos excitados por un ángel. En nuestra canoa, abajo en las aguas, negras, densas y podridas, se veían los esqueletos que dejan limpios las pirañas. Por sobre nosotros los árboles tapizaban la selva llenos de gritos y chillidos de aves misteriosas y animales enfurecidos. En la nariz el olor a pantano marcaba un baile de hogueras y un ruido de serpientes esmeraldas. En las orillas negrísimos cocodrilos deseaban incorporar a sus zapatos nuestra carne. Los dientes parecían estar suplicando heridas. La obscuridad, rota a veces por los rayos del sol quería morirse definitivamente o renacer. Tapizaba el techo de la selva las lianas, todo estrellado la cúpula sombría, bellísima. Los remos en el agua la ondulaban como si fuera aceite. Un aceite denso lleno de imprecaciones hostiles. Se veían telas de araña llenas de agua e insectos. Nos hacían daños las agujas aladas, un daño eléctrico. La lluvia animal hería con saña. El sarpullido rojo de nuestra piel nos delataba. Pequeños Jesucristos en un diminuto Gólgota. Por fin dimos con el templo. Majestuoso y sagrado. Hieráticas estatuas hacían de guerreros protectores. Conocíamos la eterna maldición. Blasfemos, tened cuidado de lo que pronuncia vuestra boca. Impíos, purificaos antes de entrar. Infieles, no oséis perturbar el sueño de los dioses que os sueñan. Malditos, no avancéis. Entramos, y el miedo nos daba latigazos fríos. Llegamos al sagrario. El Gran Buda miraba con soberbia. A sus pies miles de cráneos humanos, limpios como bolas de billar amarillas. Nos postramos y rezamos. El Gran Buda habló, tomad, dijo. Y cogimos el inmenso diamante. La muchacha se lo puso al cuello. Y yo arranqué de un dedo huesudo un anillo de oro. Volvimos a arrodillarnos. Dimos las gracias. El Gran Buda nos bendijo. En el pantano nos miraban los espectros con envidia.

Febrero 21, 2006.


El Secreto.

Cuando me regalaron aquel espejo veneciano no le di ninguna importancia. Una antigüedad más a reparar supuse. Y era cierto. Tuve que emplear cierto dinero en arreglar y dorar el marco barroco de aquel trozo de antigualla. Pero luego vislumbré el secreto de aquel espejo. En la obscuridad de mi dormitorio una noche descubrí que aquel espejo era un portal hacia otros mundos jamás visitados. Mundos de colores distintos, de extrañas mineralogías, zoologías y vegetaciones. Mundos que visitaba cada noche antes de dormir. Me sentaba junto al espejo y tras tres o cuatro minutos de silencio podía entrar dentro de la luna y era fantástico. Ubérrimos jardines de colores extraños se abrían para mí y yo los visitaba como un turista moderno. Los había, aquellos mundos, de una naturaleza absolutamente subyugante, mundos minerales y planos como hechos de coral y de cristal. Y yo me adentraba en las regiones desconocidas sin miedo, totalmente absorto por la belleza. Claro que todo cambió un día en que visité un raro planeta en el que encontré una naturaleza malévola espiándome. Y fue tal mi miedo que al intentar salir casi resbalo por un acantilado y caigo en un mar de magma rabioso que devoraba cuanto caía en sus fauces. Desde entonces tuve más precaución. Y llegó el día en que supe desdoblarme. Me sentaba frente al espejo y me dividía en dos. Mi otro yo salía de mi y entraba dentro del espejo y yo me quedaba sentado en el sillón. La ventaja de aquello era que yo podía observarlo todo pero a la vez me resguardaba de quedar para siempre atrapado en uno de aquellos mundos. Un día mi otro yo murió devorado por una fiera brutalmente espantosa, pude sentir el dolor de la tortura y la muerte pero al llegar el día estaba a salvo en mi sillón. Y a la noche siguiente pude volver a emplear otro yo. Y visité un nuevo universo. No sé de cuántos otros yo podré disponer pero la suerte ayuda a los osados. No me mueve el afán de hacer fortuna la aventura que corro cada noche. Y por la mañana soy un ciudadano modélico y religioso. Es tan sólo el deseo de visitar las maravillas que pone a mi disposición el espejo lo que me conduce a él en cada anochecer, mi adrenalina a veces, o a veces tengo en las venas un caballo azabache, un cartujano andaluz e indomable, cuando el peligro y el riesgo en la región del otro lado se enrosca en mi como una serpiente. Incluso he soñado fragmentar el espejo para hacer partícipe de mi aventura a algún amigo. Pero no me he atrevido, conozco el viejo cuento de la gallina que ponía huevos de oro. Esta noche, cuando sobre mi ventana vea al sol hundirse en el mar como una naranja y alzarse las diminutas estrellas, volveré a cruzar al otro lado.

Febrero 7, 2006


Pequeño relato de Fantasía. Variación.

Entrar en el mundo de los guillotinados, de los guillotinados en pecado, se sobreentiende, es disponerse a pasar un mal rato. Un mal y terrorífico rato. Porque los brutales bautistas han sustituido sus cabezas por tentáculos. Y aunque en torno de ellos revolotean mariposas, verdes, azules, lilas o doradas el aspecto tenebroso del asunto oscilará entre la nausea y el espanto. Uno cuando los ve se pregunta: si no tienen boca ¿cómo es que existen?, ¿comen?, pero ellos no necesitan alimentarse, son eternos como los dioses y están en nuestros sueños succionando nuestros temores y saciándose de nuestro asco. Y lo dicho para los horrísonos Hombres cabeza de tentáculos (no creáis que no nos ven aunque no posean ojos) vale igualmente para los repulsivos Glóbulos oculares men. De estos últimos a veces brotan arácnidos rayos de luz azul, raicillas eléctricas capaces de asesinar. Así que aquí estamos, hemos entrado en su mundo, hemos entrado semejantes al que profana un templo católico o al que pisa una mezquita sin descalzarse. ¿Y cual puede ser nuestra condena?. Ellos tienen unos perros que son únicamente una inmensa boca sin nariz ni ojos ni oídos. Y esos perros son los que nos han lanzado en búsqueda. Y ahora tenemos que huir por una planicie blanca y porosa de piedrecitas afiladísimas bajo un sol naranja que quema como la zarpa de un tigre. No llevamos ni una sola gota de agua aunque a lo lejos podemos divisar charcas de color verde. El agua estará sucia pero será nuestra única alternativa a la sed. Ya hemos avanzado medio clímax solar y cubiertos de sudor y polvo, jadeando, llegando a una zona en la que el terreno se ondula y se agrieta, ¿podremos ocultarnos de esos horrorosos cazadores por diversión?. Hay una especie de monolitos alargadísimos como columnas pero muy delgados y muros de diversos colores que conforman un laberinto a medio hacer. Podremos escondernos. ¡Ay si pudiéramos lavarnos para ocultar nuestro olor corporal al olfato despiadado de los canes espantosos y sus abominables amos¡. He encontrado una oquedad en un muro, aquí me oculto y los veo pasar, sus horripilantes cabezas y sus bestiales perros. Creo que a través de esta oquedad saldré del texto en el que habitan pero ¿y si escaparan del texto para asesinarme? ¿y si a través del texto surgieran a la luz de lo real como una infección gripal e invadieran el mundo?. Pero por otro lado si borrara el texto ¿no estaría destruyendo todo un mundo bellísimo a pesar de la nausea?. En esto estaba cuando pedí a los dioses que dieran algún tipo de vida a la mórbida aberración que acababa de escribir. Salí del nauseabundo texto y entré en el carnaval de Venecia. El palacio barroco brillaba dorado como un ascua y bellísimas mujeres se disponían a bailar un dulce minueto detrás de sus máscaras de plumas, de porcelana o de cristal. Pude ver mi propia imagen en un espejo gigantesco. Estaba enteramente vestido de arlequín con un traje de rombos amarillos, una máscara de cristal verde y dos leves cuernecillos dorados. Sonó la música, muy suave y francamente deliciosa y todo el mundo se puso a bailar organizadamente, como si lo hubieran ensayado en infinidad de ocasiones. Me aparté y por una puerta preciosísima accedí al jardín. Miré hacia atrás y vi de nuevo mi texto recién escrito. Volví a mirar hacia el jardín, parterres de rosas en opulenta floración se deshacían en sombras bajo la luz de la luna y ésta estaba gorda y blanquísima exactamente igual a una moneda de plata recién fundida. Le hice un agujero con una ramita de rosal y me la guardé en el bolsillo quedando todo en una obscuridad abundante, pero quebrada por las vidrieras luminosas del palacio. En el jardín un Hombre cabeza de tentáculo tocaba un arpa con sus ganchudas uñas. Aquello sonaba bastante bien, me recordaba a fondos marinos de colores violentos. Pude imaginar la partitura. Escrita en rosa sobre un fondo azul las corcheas, semicorcheas, fugas y semifusas trepaban de una línea a otra como los simios de América de rama en rama. A veces había una nota de silencio que semejaba a una calle de madrugada. Tan profundamente estaba pensando en la deliciosa música que no me di cuenta de que la luna se me escapaba del bolsillo y con su vocecita de aguamarina y cristal llamaba a las estrellas en su ayuda. Le di un pisotón y se me quedó pegada a la suela del zapato igual que un chicle. Paró de tocar el Hombre cabeza de tentáculos, sus hombros y brazos brillaban aceitunados. Yo decidí entonces salir definitivamente del texto. A pesar de todo me gustaba. Lo releí varias veces, le hice podas e injertos, tenía espinas y rugosidades, era una extraña flor azul con los pétalos mordidos y desiguales. En cambio un amigo me dijo que era un caracol aplastado, reluciente y húmedo, con las distintas placas de la concha hechas trizas. Cogí entonces a mi amigo y lo introduje en el texto. Se bebió un vaso entero de sangre de luna. Terminé de escribir esto y acaricié a mi perro. El frío de la noche tenía incrustaciones de violetas.

Enero 4, 2006.


Pequeño Relato de Fantasía.

Y allí estaba yo, había conseguido fabricar hombres que eran solamente un glóbulo ocular por cabeza y hombres, los bautistas monstruosos, cuyas cabezas eran tan solo una maraña de tentáculos que surgían del cuello. Hacía falta por consiguiente un tercer monstruo y mi cabeza no acertaba a crearlos de la nada. Pero tras un copioso almuerzo, justo después de una saludable y esplendorosa siesta reparadora vino a mi mente la imagen, realmente no era una imagen, sería difícil definir qué es lo que se me vino a la mente entonces, la imagen como digo de un hombre sin nariz ni ojos ni oídos, enteramente una boca casi sin labios con unos dientes afiladísimos. Había encontrado el tercer monstruo para una variación en uno de mis poemas y ahora tenía que hacer el poema. Pero esta vez en vez de hacer un poema opté por el relato. Así que ahora mismo tenemos un grupo de muchachos y muchachas, que exploran el submundo fantástico de una mente mórbida. Nuestros héroes, que forzosamente han de tener, al menos ellos, los torsos desnudos, esos torsos que son como espejos en los que se refleja la luna llena de las sempiternas noches adolescentes, nuestros héroes, como ya digo, se aprestan a su dura labor de explorar un mundo donde inmensos Globos oculares vestidos de etiqueta tocan el arpa o algún instrumento muy de Dios Apolo. Sortear a los Hombres Bautistas con sus cabezas sustituidas por tentáculos, hombres de una perfección muscular sublime y cuyos dedos con afiladísimas uñas prometen toda una suerte de heridas magníficas a sus espectadores. Y para rematar la faena en este terrorífico mundo de espanto, en este carnaval del horror, aparecen los hombres que son sólo una boca, y además, Dios, estos últimos parecen estar bastante hambrientos, estoy por creer que quieren salirse del texto y darme un soberano mordisco. Y hete aquí que los chavales huyen mientras suena la última música de deleite clásico que los grandes compositores modernos están ahora mismo delineando. Una música que se desliza como sobre un hilo de araña su creadora, y que va desde el tintineo cristalino y metálico a la onda marina o el auténtico chirrido. Ahora obviamente hay que crear un universo de plantas extrañas con flores enigmáticas tanto o más exóticas de lo que es ya de por sí naturaleza. Y finalmente poner un gran tesoro de infinitos y rabiosos rubíes.

Enero 4, 2006.